En la primavera de 1857 la situación política española no era sencilla, el Consejo de Ministros estaba temporalmente presidido por Ramón María Narváez, pero la figura del momento era el general Leopoldo O'Donnell, empeñado en la formación de la Unión Liberal, donde pretendía reunir tanto a los moderados como a los progresistas más tranquilos para crear lo que hoy llamaríamos un partido de centro que sirviese de sostén a la monarquía de Isabel II. Entretanto, la reina después de sufrir varios abortos se afanaba por llevar a buen término un embarazo, lo que iba a conseguir aquel mismo año con el nacimiento el 28 de noviembre de su heredero, el futuro Alfonso XII, aunque dada la manifiesta homosexualidad de su marido, tuvo que requerir al «sexo patriótico» de otro padre, que bien pudo haber sido uno de sus amantes, el apuesto capitán Enrique Puig Moltó, o también Francisco Serrano, el «general bonito», que según consta en la historia fue el primer hombre que yació con doña Isabel.

Mientras tanto, el pueblo, aunque no era ajeno a estas cuitas, estaba más preocupado por la subida en el precio del pan y otros alimentos básicos y la miseria que se extendía por el sur del país. A finales de junio centenares de campesinos, apoyados por estudiantes y artesanos llegados desde Sevilla ocuparon tierras en los pueblos de Utrera y El Arahal en un conflicto que duró un mes y se cerró con 20 guardias civiles muertos y la ejecución de un centenar de revolucionarios.

Con este ambiente de fondo, los periódicos se hacían eco de toda clase de rumores y noticias que en ocasiones ellos mismos alimentaban para mantener el interés de sus lectores. Hoy les voy a resumir aquí lo que sucedió con una carta publicada por «La Discusión» y que estaba fechada en Oviedo el 9 de abril de aquel año.

En la misiva sin firma se contaba como desde hacía bastante tiempo se venía notando la entrada por el puerto de Pajares de grupos de ocho o diez hombres cada uno que llegaban hasta aquí con la disculpa de buscar yacimientos mineros y después de pasar unos días en la Montaña Central se repartían por los diferentes concejos de la provincia. Nada extraño en aquel 1857, cuando la cuenca del Caudal era una verdadera tierra de promisión para los empresarios y se vivía con expectación la venta de los hornos locales al francés Numa Guilhou.

De modo que nadie había fijado su atención en los forasteros hasta que el alcalde de Mieres, cargo que entonces ejercía Ramón Cachero, fue informado de que estos individuos cuando descansaban en la villa hacían siempre una parada obligada para encontrarse con dos sujetos conocidos entre los vecinos por sus exaltadas opiniones carlistas.

Hacía tiempo que los partidarios de la Tradición no se dejaban ver por Asturias, pero por si acaso el regidor puso en antecedentes a la Guardia Civil que preparó una redada para intervenir en uno de aquellos encuentros; tras esperar el momento más oportuno, iniciaron la operación en el momento en que el último grupo de disimulados se encontraba reunido y cayeron sobre ellos aprehendiendo a trece hombres que fueron interrogados y registrados a fondo.

El cacheo dio la razón al alcalde cuando aparecieron varias armas de fuego, numerosos cartuchos y -lo que más llamó la atención de las autoridades- dinero en abundancia, aunque el interrogatorio resultó infructuoso, puesto que el jefe del grupo insistió en su condición de ingeniero y a pesar de que llevaba encima unas cartas en las que se defendía la intención de proclamar al Rey absoluto, no se le pudo sonsacar como se había de llamar ese monarca, aunque estaba claro que debía tratarse de Carlos Luis María Fernando de Borbón, el autotitulado Carlos VI que en aquel momento representaba los intereses de los legitimistas.

Desde aquel momento prosiguieron las pesquisas y se logró aumentar el número de los detenidos hasta la veintena, ninguno de ellos asturiano, pero entre ellos sí fueron identificados algunos oficiales carlistas, lo que puso de manifiesto que se trataba de preparar en la región una intentona en toda regla.

Carlos Luis, que ostentaba el título de conde de Montemolín, se había convertido en pretendiente al trono de España tras una fallida operación organizada por su padre con la que se buscaba poner fin al pertinaz enfrentamiento que desangraba España entre los partidarios de las dos ramas de los Borbones. Para ello en 1845 se había producido el relevo generacional entre los tradicionalistas, con la correspondiente abdicación del viejo Carlos V y su nombramiento como Carlos VI, pensando en que ello iba a facilitar el matrimonio con su prima Isabel.

Pero la reina, como hemos visto más arriba, prefirió a otro de sus parientes próximos y se casó a los pocos meses con el equívoco Francisco de Asís, lo que trajo el desencanto de Carlos Luis y con ello su ira y un manifiesto que se hizo público a finales de 1846 en el que llamaba a los suyos a echarse otra vez al monte, que como ustedes saben, junto al piadoso rezo del rosario, era la actividad preferida por los carlistas del XIX. Luego, desde Londres, donde estableció su residencia, el despechado preparó la Segunda Guerra Carlista e incluso intentó entrar en España para dirigir a sus huestes, pero fue detenido en la frontera francesa y obligado a retornar a su tristeza entre las nieblas de la Gran Bretaña.

Definitivamente fue un personaje que no tuvo suerte. Tres años después de la detención de los conspiradores en Mieres se intentó otra insurrección que resultó aún más patética. Fue a finales de marzo de 1860 cuando consiguió el apoyo del capitán general de las Baleares, Jaime Ortega, para invadir desde allí la Península, aunque, crecidos en su autoestima, los jefes tuvieron el pequeño despiste de no preguntar a la tropa si estaban de acuerdo en seguirles en su gloriosa empresa, de modo que tras desembarcar en San Carlos de la Rápita con 4.000 hombres, cuando se dirigían marcialmente hasta Amposta para pernoctar comenzaron las vacilaciones de los soldados y los mandos al intentar aclarar sus dudas lo que consiguieron fue que los corrieran a gorrazos hasta Ulldecona.

Poco más tarde fueron detenidos y el 23 de abril, tanto Carlos como su hermano Fernando de Borbón y Braganza renunciaron a sus pretensiones al trono; pero volviendo a las detenciones de Mieres en 1857, desde allí se fue tirando del hilo y llegó a afirmarse que la conspiración tenía cierta entidad y que en ella estaban implicadas personas de mucha influencia en la provincia. En los días que siguieron se habló de que los disimulados que habían ido llegando desde León podían llegar a 200 e incluso se aseguró que por las aldeas de Luarca había aparecido una partida de 30 hombres con boinas encarnadas.

Por las mismas fechas en el diario «La Crónica» se leía que en los alrededores de Haro, en Logroño se había identificado otro grupo de carlistas que tenían ocultas armas y boinas en su punto de reunión, y en Tortosa la tropa llegó a permanecer tres días en jaque por una alarma parecida.

Otra publicación, «El Parlamento», llegó más lejos contando que el domingo de Pascua era el día señalado para dar a un tiempo el grito de rebelión en seis o siete provincias y en la noche del sábado en Valladolid, Ávila, Briviesca, Burgos, Logroño y las provincias vascongadas se habían producido numerosas detenciones, aunque la intentona no revestía gravedad «por lo desautorizado de las personas que la han concebido y desarrollado». En Madrid, donde todo se había planeado, hubo también 20 detenidos, entre ellos el hijo de un jefe carlista y cuatro curas y se supo que quien había dirigido la operación de Asturias era un oscuro clérigo que al ser arrestado no llevaba encima más papel que un pasaporte para Ocaña.

Hoy desconocemos lo que hubo de verdad en la intentona, que desde el Gobierno se intentó hacer pasar como fruto de una alianza entre carlistas y demócratas para conspirar a favor de Montemolín, pero la verdad es que no parece que la sangre llegase al río Caudal. El 17 de abril, a pesar de lo que se había hecho público en un primer momento, todos los carlistas detenidos en Mieres fueron puestos en libertad porque de la investigación realizada no se dedujeron pruebas claras de su complicidad en la conspiración y el 26 del mismo mes «El Faro Asturiano» manifestó que las noticias publicadas en Madrid sobre partidas facciosas en esta región y la presencia de los 30 alzados de Luarca eran falsas y que aquí todo estaba en paz. Finalmente, en Asturias solo fueron acusadas formalmente de rebelión dos personas y la cosa no pasó del susto.