En 1852, el Obispo de Oviedo Ignacio Díaz Caneja alertaba a sus feligreses de que en su diócesis se había establecido una industria montada por extranjeros entre los que había «protestantes y otros sectarios, que se ríen de nuestra fe y nuestro culto y que, con su palabra y ejemplo, van deteriorando las costumbres indígenas, todavía ingenuas». La industria no era otra que la Asturian Mining Company, promovida por el ingeniero inglés John Manby con el beneplácito del Cónsul británico en Asturias, John Kelly y registrada en Londres en septiembre de 1844.

Sus talleres, que después de varios altibajos financieros acabaron convirtiéndose en el embrión de Fábrica de Mieres, fueron la avanzadilla de la industrialización en nuestra tierra, pero también la punta de lanza del cristianismo evangélico, que profesaban sus directivos. Contaban los viejos que los primeros ingleses que aparecieron por aquí recibieron toda clase de insultos y eran llamados judíos por la población que se negaba a colaborar con ellos, pero como el dinero pudo más que las descalificaciones de los párrocos, pronto cambió la cosa, hasta el punto de que don Ignacio expresaba así sus lamentaciones ante el hecho de que los dos cultos estuviesen empezando a convivir en paz: «Se observa también (con dolor lo refiero) que los naturales no se escandalizan de sus herejías, como antes, ni muestran la firmeza en la fe, característica de los españoles?».

Aquellos protestantes nos dejaron como recuerdo su hermoso cementerio que, por esas cosas que tiene el destino, es casi la única huella que nos queda de lo que fueron las extensas y magníficas instalaciones de la siderurgia que dio vida a esta villa a lo largo de un siglo.

Este es el camposanto de las dos mentiras, porque se le suele describir como la tumba abandonada de Numa Guilhou y ninguna de estas cosas es cierta. En cuanto al supuesto abandono, cualquiera que se acerque hasta allí puede comprobar que se trata de un recinto cuidado con esmero por disposición de los herederos de la familia; y sobre don Numa, es cierto que reposa allí desde que se lo llevó una neumonía en octubre de 1890, pero a su lado hay otras tumbas bastante más antiguas.

Hasta ahora, se daba por buena una relación de enterramientos en este lugar, que tampoco proporcionaba datos muy concretos. Veamos: Santiago Guilhou, padre de Numa, fallecido el 29 de septiembre de 1875; el propio Numa, quince años más tarde; una asistenta francesa; madame Meledey y su hermana soltera; otra pareja de alemanes y una tumba desconocida, posiblemente de algún familiar de los Guilhou. Aunque se sospechaba que el cementerio era más antiguo y ya había sido utilizado por los pioneros ingleses.

Hoy, ya tenemos la confirmación gracias a un documento notarial que me pasa, para que lo dé a conocer en esta página, Rolando Díez, incansable buscador de informaciones sobre la industrialización y la minería de la Montaña Central. Se trata del certificado de enterramiento de doña Isabel Pool, esposa de Tomas Pool, de religión evangélica, fallecida en la Fábrica Nacional de Trubia, el día 30 de junio de 1860, cuyo cadáver fue trasladado hasta aquí porque en Mieres ya existía un cementerio abierto a quienes morían profesando esa creencia.

En el escrito se aclara que la difunta era hija de James y Jenet Mc Cormick, natural de Cupar, en Escocia y de 48 años de edad. Aunque ahora podemos concretar estos datos, gracias a la informática, que nos permite hacer en media hora y sin salir de casa lo que hasta hace poco suponía viajes costosos y semanas de trabajo. Así sabemos que la difunta se llamaba en realidad Eliza y había nacido el 6 de enero de 1807 en Kilmany, un pueblo del antiguo condado de Fife, donde sus padres James Mc Cormick y Janet Mitchell, tuvieron otros seis hijos. De modo que, cuando falleció, contaba cinco años más de los que el notario dio por buenos.

En cuanto a su marido, Thomas Pool, al que debemos añadir la hache británica en su nombre, se le identifica como natural de West Bromwich, condado de Staffordshire en Inglaterra, y seguramente así lo contaba él, porque ese era el solar de su apellido, obviando que había nacido en 1803 en Málaga. También fue en esta ciudad donde se casó y vivió con Eliza y allí tuvieron, el 29 de marzo de 1838, una hija, a la bautizaron en Gibraltar como Matilda. Es difícil saber cuantos hijos más tuvo la pareja, que cambió varias veces de residencia en función del trabajo de su marido, pero sí sabemos de otra llamada Mary Elizabeth y conocida como Mariquita Pool, nacida en Trubia en 1845 y que formó allí su propia familia.

Málaga era a principios del siglo XIX, junto con Asturias, el otro puntal de la siderurgia española, mucho antes de que el País Vasco encendiese su primer horno. Allí, cerca de Marbella, se fundó en 1826 una empresa que, después varios intentos, pudo funcionar con el capital del industrial Manuel Agustín Heredia y el trabajo del militar Francisco Antonio Elorza. Éste hizo los cambios necesarios para crear un nuevo establecimiento al oeste de la capital, llamado La Constancia, y de esta forma en 1840 esta siderurgia, con dos instalaciones en la provincia andaluza, se convirtió en la primera del país.

Cuando Elorza fue llamado a Asturias para lograr que se encendiese en agosto de 1848 el primer horno de la Fábrica de Trubia, se trajo con él a un grupo de expertos e ingenieros ingleses desde el sur, y entre ellos a Thomás Pool y su familia.

Volviendo al enterramiento, entre la numerosa concurrencia que asistió al acto, ocupaban un lugar de honor el Alcalde de Mieres Martín Muñoz Prada y otras personalidades de la villa, que ignoraron las protestas del párroco de La Rebollada y del Obispo Díaz Caneja; pero es mejor que les transcriba ya la parte del documento en la que describe el transcurso de la ceremonia, realizada según el rito presbiteriano de la Iglesia de Escocia. Casualidades de la muerte, ya que este culto pertenecía al mismo tronco de la fe calvinista, que también acompañó en su versión francesa al francés Numa Guilhou cuando treinta años más tarde compartió la misma tierra del cementerio protestante de Mieres:

«?Que a la hora señalada de las cinco de la tarde de hoy salió el cadáver de dicha doña Isabel de una de las casas de esta Fábrica conducida por peones de la misma y acompañado de su marido, de parte de su familia y de otras varias personas y empleados tanto de esta Fábrica como de la nacional de Trubia, precedido la ataúd que conducía dicho cadáver, de una persona decentemente vestida de luto y descubierta la cabeza, leyendo por la Biblia en idioma inglés, sin duda las memorias y rezos de la religión que la doña Isabel profesaba, y en esa también los acompañantes descubiertos de su cabeza llegaron a este cementerio y leyendo el primero en los términos que dejo expresados y haciendo diferentes paradas hasta llegar al borde del sepulcro donde se colocó el cadáver se siguió leyendo con la misma reverencia por algún intervalo».

Ahora, fíjense en el detalle sobre el punto exacto en el que se abrió la fosa, expresado de tal forma que no deja lugar a dudas sobre la estructura del cementerio, que en aquel momento ya estaba cerrado con la misma estructura que hoy podemos ver al lado de la vieja carretera a Oviedo:

«?y conducido se colocó la ataúd que contenía el cadáver en una sepultura que al efecto se hallaba ya abierta en dicho cementerio, a la parte de la derecha según se entra en el expresado punto, y la última al saliente, colocada frente de los pasos de la escalera que al subir hacen el veintitrés y veinticuatro a la derecha de ellos y mirando de norte a sur guardando aún como dos pies de terreno franco a la barandilla del cementerio y otros dos a la paredilla de la derecha de la escalera, y para concluir la subida de esta quedaron tres pasales más; en cuyo sitio se dio sepultura al cadáver?»

El acta aparece firmada por el notario Juan Antonio Velasco y tres testigos católicos que no tuvieron reparos en acompañar en su dolor a la comunidad evangélica que en el momento trabajaba codo con codo con los industriales nacionales. Dos representaban a la Fábrica de Mieres: Domingo Elejalde y Juan Paquier, quien luego sería propietario de mina Aniceta. El tercero era el escritor David Sampil, un personaje interesante, que después de haber sido administrativo del Estado en Madrid y Valladolid y colaborador de «El Norte de Castilla», decidió regresar a su Mieres natal para dedicarse a proyectos como los planos del ensanche de la población o la campaña en favor de la conservación de la Escuela de Capataces en la villa. Ahora, aunque no sea bajo la misma tierra, ya están todos en un lugar común.