Les adelanto que no conozco el significado de la palabra «papio», la he buscado sin éxito en el latín y entre sus derivados; también en el asturiano, donde es frecuente que los sustantivos femeninos lleve el adjetivo en masculino, pero tampoco. He consultado hasta en los traductores de hebreo, por si de verdad podía haber en este término alguna referencia judía, ya que, como veremos más abajo, la creencia tradicional de las gentes próximas al lugar asociaba a los descendientes de David con los pozos de Agua Papio; todo en vano. Aunque estoy seguro de que debe haber una explicación para que esta zona, situada cerca de los límites de los concejos de San Martín del Rey Aurelio y Laviana, se conociese con este nombre.

Hace años me encontré con una duda parecida sobre una heredad que se encuentra a la entrada del pueblo de Llamas, en Aller, y que se llama «La Bahía», un topónimo imposible para bautizar unas fincas de tierra adentro; muchos meses después, cuando ya había tirado la toalla, me di cuenta de que la cosa era tan simple como cambiar el término por otro que se pronuncia casi igual «La Abadía» y que sí cuadraba con lo que se esperaba de aquel sitio, así que no pierdo la esperanza de que en este caso pase lo mismo.

Los terrenos de los que les estoy hablando se sitúan casi en el límite del concejo de San Martín del Rey Aurelio con el de Laviana, sobre un pequeño meandro del río Nalón y ya no pueden verse en su estado original porque fueron saneados para poder incluirse en el polígono de Rimoria, pero en otro tiempo conformaban un paraje inhóspito y permanentemente encharcado, cerrado de avellanos y castaños entre los que cruzaba un camino que perdía su luz con las primeras vísperas.

Por él pasaba un camino muy frecuentado durante el día, pero en cuanto bajaba la oscuridad aquel paso se convertía en el escenario ideal para dejar libre la fantasía de los miedosos y solo se transitaba en caso de necesidad ya que eran pocos quienes se aventuraban a franquearlo, y menos en solitario.

No hay muchos lugares malditos en la Montaña Central y casi todos tienen su origen en el recuerdo de alguna desgracia ocurrida realmente, de forma casual o inducida por la violencia. Así, hay pozos, que en algún momento de nuestra historia -a veces demasiado recientes- sirvieron de fosa a algunos desdichados; montes por los que resulta peligroso adentrarse cuando no se pueden ver los barrancos que acechan al caminante; fuentes de las que una vez surgió una epidemia y que por eso han quedado asociadas al mal, o incluso un pueblo entero, el de Mengoyo, en Quirós, proscrito desde que la muerte decidió cebarse con sus habitantes.

En el caso de Agua Papio, el pequeño embalse que en ocasiones formaba el río Nalón se asociaba a una comunidad de judíos que se reunía allí para realizar sus abluciones, algo que a los ojos de los cristianos de bien convertía a aquellas balsas en impuras e incluso en maléficas. Para quienes creían en esta leyenda y evitaban acercarse al lugar, los judíos eran la encarnación del pecado, la raza demoníaca que había forzado la crucifixión del hijo de Dios -como se repetía a menudo desde los púlpitos- y que se diferenciaba del resto de la humanidad no solo en sus hábitos sino incluso en su propio cuerpo, dotado de un rabo siniestro que disimulaban malamente bajo sus amplias vestimentas.

Al menos así lo creían quienes habían podido ver las representaciones que se exhibían en los cuadros y retablos de las grandes iglesias y las catedrales. Y las autoridades eclesiásticas tampoco tenían reparos a la hora de engordar estos prejuicios.

En torno al año mil ya había judíos en Asturias, y seguramente también antes, pero hasta ese momento no encontramos sus nombres característicos en los documentos de compraventa que han llegado hasta nosotros. Medio siglo más tarde, cuando se celebró el Concilio de Coyanza, en la Diócesis de Oviedo se amenazó con cien azotes a los cristianos que conviviesen o comiesen con ellos, salvo que se tratase de nobles, ya que a estos, como no se les podía poner la mano encima, se les cambiaba el castigo por la pena de excomunión. Y en 1377, otro obispo asturiano, llamado Gutierre de Toledo volvió a anunciar las penas infernales para quienes consistiesen que los moros y los judíos asistiesen a los oficios religiosos y también para aquellos que fuesen a sus ceremonias, bodas o entierros, que se amancebasen con mujeres de estas razas, hiciesen negocios con ellos o los alimentasen.

Como por aquella época ya no quedaban moros en Asturias, la amenaza recayó solamente sobre los hebreos, aunque ya se sabe que quien hace la ley hace también la trampa y existen documentos que demuestran como en ocasiones la Iglesia pasaba por alto su propia norma, al menos en lo de los negocios si estos eran lucrativos, ya que veinte años más tarde, en 1399, el monasterio de Corias no tuvo empacho en vender una de sus tierras para que sirviese de cementerio a los hebreos de las zonas de Luarca y Cangas de Narcea. Con respecto a lo del amancebamiento, en cambio, aunque suponemos que también rigiese la misma manga ancha, no nos consta por escrito.

Pero aunque los judíos se asentaron aquí, su número siempre fue escaso porque esta tierra, entonces como ahora, ofrecía pocas oportunidades a los negocios monetarios, que eran su fuerte. Los investigadores nos dicen que además de estos del occidente asturiano que les acabo de citar, existía al menos otra familia en Avilés y una pequeña comunidad en Oviedo, a los que se autorizó a vivir en el barrio de Socastiello, dentro de los muros de la ciudad, y a tener también su propio cementerio, situado cerca del actual Teatro Campoamor.

En cuanto a la Montaña Central, en su día ya les conté la posibilidad de situar otra de sus comunidades en el Alto Nalón, concretamente en Tarna, donde se constata la abundancia de apellidos que denotan este origen, como Simón, Gallinar o Testón. Aunque, siendo rigurosos, esta es la única y débil prueba para afirmar que las alturas casinas fueron el refugio de quienes quisieron evitar con el aislamiento la expulsión decretada por los Reyes Católicos. También los documentos medievales nos presentan otros apellidos hebreos más cerca de Agua Papio, algunos tan característicos como Citiz, pero esto tampoco quiere decir nada si no se acompaña de más datos.

Entonces, la cuestión que yo me plantearía es la de sustituir el baño de los judíos por otra ceremonia parecida, ya que no parece lógico pensar que esta tradición haya crecido a partir de la imaginación de una sola persona o de un rumor surgido de la nada para prolongarse en el tiempo y llegar hasta nosotros.

Si pensamos en otro grupo marginado y perseguido, teniendo en cuenta que, como les dije más arriba, tras la expulsión no quedaron musulmanes en Asturias, solo nos quedan los gitanos. Estos sí están documentados en el Alto Nalón, al menos desde finales del siglo XIII, cuando algunas familias decidieron aprovechar la dificultad de las comunicaciones y su aislamiento para detener sus carromatos y asentarse lejos de quienes quisieran poner trabas a sus propias leyes. Pero no hay ninguna razón para que ellos bajasen hasta los pozos de Agua Papio, que además les quedaban bastante distantes.

Lo único que nos queda para explicar el miedo a este lugar y la supuesta presencia de gentes con rabo -apéndice que siempre se vincula con lo demoniaco-, es que allí se hayan desarrollado en otras épocas ceremoniales relacionados con la brujería. Y aquí si que nos encontramos ante la falta total de informaciones, ya que buscar datos sobre este tema en Asturias es encontrarse con un desierto, roto únicamente por los escasos documentos que recogen los procesos que se siguieron en la región contra los acusados de practicar las artes oscuras.

Y sin embargo, nos consta que este fue uno de los lugares donde más arraigaron este tipo de creencias, que llevaban implícitos sus correspondientes rituales vinculados al fuego y al agua. Así se olvida a veces que el mismo obispo don Gutierre, también impuso la excomunión para todos los encantadores, adivinos, tanto hombres como mujeres, y aquellos que fuesen a demandarles consejo. Y que antes, en 1343, otro obispo portugués, don Álvaro Pelayo, amonestó en su Speculum regium al rey Alfonso XI instándole a que prohibiese vivir en sus reinos a todos los sortilegios, maléficos, adivinos, encantadores, augures que entendían el vuelo de las aves y sus cantos, los arúspices, nigrománticos, geománticos y cualquiera que se dedicase a la magia especialmente en los territorios de Andalucía y Asturias, donde al parecer eran más abundantes estas supercherías.

Si debo escoger, yo me inclino por la hipótesis de los brujos, pero solo por instinto. Aquí tienen otro misterio más entre los muchos que salpican nuestra historia.