«Museo criminal», era el nombre de una revista ilustrada, especializada en crímenes, de principios del siglo XX. Esta cabecera por si sola despierta la imaginación de cualquiera. Tenía su redacción en la calle del Barquillo de Madrid y salía cada quincena, según se explicaba, con el objetivo de convertirse en unos verdaderos anales del crimen. Publicaba todas las novedades sobre los casos del momento y añadía otros apartados como un diccionario de caló, episodios heroicos de la Benemérita e incluso nociones de doctrina criminalista, los cuerpos de policía extranjeros o sistemas penitenciarios internacionales. Además se acompañaba de ocho páginas de una novela del género, que se podía encuadernar.

La publicación no disimulaba su deseo de convertirse en la más leída dentro de los cuarteles de la Guardia civil y Carabineros e incluso rebajaba su precio para los subscriptores de estos cuerpos: una peseta por trimestre, mientras quienes no llevaban estos uniformes debían pagar cinco si la recibían en España y diez si era en el extranjero.

Para aquellos que gusten de las lecturas curiosas, cualquiera de sus números resulta un regalo y quienes recuerden «El Caso» pueden encontrar un parecido entre ambas, pero «Museo criminal» resulta más atractiva a los amantes de lo truculento seguramente por el lenguaje de la época y el tratamiento novelesco que da a los sucesos que recoge. Vamos a ver hoy como relató en sus páginas la captura de Armando Suárez, el famoso «bandido de La Barraca».

El destino de este desgraciado ya estaba marcado desde su nacimiento por un ambiente familiar entregado a la delincuencia. Su padre había fallecido en esa aldea lenense poco después de cumplir condena y otro de sus hermanos también se encontraba preso cuando ocurrieron estos hechos. En cuanto a él, se dedicaba a los robos desde los trece años, y al cumplir los veintiuno se le había condenado a una pena de veintisiete, que había quebrantado fugándose.

Desde entonces llevaba una temporada vagando por los montes de la Montaña Central y se había convertido en un peligro público. Se le atribuían varios robos en el concejo de Lena, entre ellos uno en las oficinas de «La Cobertoria» donde se había hecho con 16.000 pesetas, y otros en Gijón, adonde se desplazaba frecuentemente para pertrechar sus fechorías burlando constantemente a la autoridad; hasta que alguien le fue con un soplo al teniente jefe de línea de Mieres Antonio Reparaz, afirmando que el malandrín se había refugiado en la casa familiar de La Barraca.

La primera noticia de su detención la dio el diario asturiano «El Noroeste» el día 26 de octubre de 1904, contando que el teniente se había desplazado hasta allí con 14 números a su mando para dar una batida y comprobar si el chivatazo era cierto. Primero rodearon la casa y, cuando decidieron penetrar en ella, el delincuente cogió una escopeta, apuntó e hizo algunos disparos que hirieron al cabo Antonio Joglar Sanfeliz, perteneciente al puesto de Santullano. Los guardias respondieron y siguió un fuego cruzado de varios minutos hasta que el bandido fue alcanzado.

La reseña también narraba como al ver la gravedad de su herida habían llamado al párroco don Manuel Tamargo, quien le administró los últimos sacramentos y le confesó, mientras él parecía estar completamente arrepentido, aunque luego se supo que esta escena descrita por el diario contradecía el testimonio de los vecinos que afirmaron que le vieron bajar, rodeado de guardias, medio desangrado y sin sentido, en un carro de bueyes, y recuperar un instante la consciencia para lanzar con las pocas fuerzas que le quedaban un «estentóreo grito subversivo».

«El Noroeste» concluía dando el dato de que hasta Pola se había desplazado el capitán Francisco Venta para encargarse de la instrucción y que enseguida el herido había sido conducido a la cárcel de Oviedo en un furgón del tren correo, custodiado por dos parejas de la Guardia civil al mando del oficial de línea de Mieres y de allí a la sala de presos del Hospital provincial.

Los principales periódicos de la nación también se hicieron eco del suceso y uno de ellos, «El Gráfico», de Madrid, amplió estas noticias el día 29 añadiendo que el tiro que había recibido Armando Suárez procedía de un mauser y que la Benemérita buscaba al delincuente desde que había huido del sanatorio de la cárcel y anduvo errante hasta que decidió ir a la casa familiar de La Barraca donde vivían su madre y hermanas. En cuanto a la operación policial, aclaraba que el cabo Joglar y dos guardias se habían acercado a la puerta de la casa y llamaron tres veces antes de que una de las hermanas de Armando les abriera. Ya en el interior, esta había cerrado la puerta para abalanzarse sobre el guardia que llevaba la luz logrando apagarla, entonces el bandido, que estaba en lo alto de la escalera, abrió fuego con una escopeta de postas hiriendo al cabo en su hombro y muslo izquierdos.

Seguía la nota de «El Gráfico» narrando como al oír el disparo acudió el teniente con los otros guardias disparando en la oscuridad y lograron herir gravemente al fugado en un brazo; entonces este, al verse inútil, había intentado suicidarse con un disparo en el rostro, pero solo se hirió en la mejilla izquierda; luego fue llevado a la cárcel donde recibió la visita del párroco, mientras su madre y hermanas permanecían detenidas en la cárcel de Lena.

Vayamos ahora al «Museo Criminal», que esperó hasta el 15 de noviembre para elaborar un completo reportaje sobre el suceso acaecido en Lena. Ocupaba su portada completa y la página siguiente con las fotografías del jefe de línea Ignacio Reparaz, el cabo herido y el propio bandido Armando Suárez ilustrando un texto florido del que da idea su primera frase: «Los gloriosos anales de la Guardia civil acaban de enriquecerse con uno de tantos relevantísimos hechos que de continuo avaloran sus méritos».

El relato de la revista se remontaba a un hecho que los demás habían olvidado: el teniente Reparaz era el oficial que había disuelto la partida de Suárez un año antes matando a tres de sus integrantes y desde aquel momento seguía la pista de su jefe que había logrado huir. Otra novedad estaba en la descripción del itinerario seguido por la fuerza hasta llegar a La Barraca. Primero habían hecho un alto en La Barcena dividiéndose en tres grupos. Uno rodeó el palacio de Fresnedo, donde sabían que el bandido pernoctaba algunas noches, otro fue a tomar posiciones en el caserío de El Castañar y el último -ocho números- había acompañado al teniente hasta la casa.

En ese lugar solo estaban en pie la casa que habitaban la madre y dos hermanas del bandido y un hórreo, y un poco más lejos otra vivienda deshabitada formando línea con el altísimo viaducto por el que pasaba la vía del Norte. En aquel puesto quedaron dos guardias junto al cabo y el teniente, mientras los demás se repartieron por el terreno con la intención de esperar la luz del alba, pero al ver que la puerta de la casa se entreabría decidieron acercarse. Todo parecía normal y una de las hermanas de Armando Suárez los invitó a pasar asegurando que las mujeres estaban solas; como el cabo ya había estado en la casa en otras ocasiones, no lo dudó y accedió con un compañero.

A partir de este momento, la versión difiere de la que ya conocemos. No habían pasado ni dos minutos cuando el bandido introdujo una escopeta por el carcomido tillado del piso disparando contra el cabo que se encontraba interrogando a la chica. Al oír la detonación y los gritos, el teniente Reparaz corrió veloz hacia la puerta ordenando a uno de los guardias que la echase abajo, pero Armando efectuó otro disparo desde el balcón, que pasó rozando al oficial, cegándolo un instante con la tierra que produjo el balazo en el suelo. Por fin pudieron pasar, al mismo tiempo que el bandido fallaba al intentar suicidarse con un disparo en la cara que no le hizo más que una rozadura.

Tras una breve conversación, accedió a que el teniente entrase a la habitación superior en la que se lo encontró tendido sobre una puerta con la que se cubrían las maderas rotas del suelo de aquel piso. Estaba bañado en sangre y haciéndose el muerto con los ojos semicerrados, pero aún sujetaba la escopeta en una de sus manos y no pudo engañar a la fuerza que lo detuvo inmediatamente.

Aún se exponían más detalles a la curiosidad del lector. Se explicaba como había podido salvar su vida el cabo Antonio Joglar, quien había recibido el disparo en su vientre de un cartucho cargado con postas de hierro, trozos de alambre y perdigón, gracias a que la mayor parte de esta metralla quedó incrustada en una cartuchera y un reloj que llevaba encima y también se revelaba que al bandido, con los pies atados durante el trayecto a Oviedo, se le oyó decir a uno de los guardias cuando el tren pasaba sobre el puente de la línea férrea «si no me hubiera atado, me arrojaría por el viaducto, pues prefiero morir a estar en poder de ustedes». ¡Qué bárbaro!