La mayor parte de los mierenses identifican el Centro Obrero con la actual Casa del Pueblo, junto a la Plaza de Abastos, donde efectivamente acabó ubicándose, pero con anterioridad existió otro edificio, levantado con el esfuerzo de aquellos primeros socialistas que entendían su militancia como una forma de vida, arriesgándose a mantener su idea en medio de una persecución que en ocasiones les podía acarrear hasta la pérdida de su puesto de trabajo.

El primer Centro Obrero de esta villa comenzó a construirse en El Polear, que entonces era una huerta del barrio de Requejo, en septiembre de 1901 y se mantuvo activo más de 20 años. Su objetivo era el de albergar a las organizaciones políticas y sindicales del socialismo, pero también disponía de su propia biblioteca; salón de actos, que casi siempre se quedaba pequeño para recibir a una audiencia ansiosa por escuchar a los conferenciantes que lo frecuentaban y hasta una escuela donde los hijos de los trabajadores podían completar aquellos conocimientos que no se impartían en los colegios religiosos. Se decía que en aquel momento Mieres era en relación con el número de sus habitantes el punto de España que más periódicos recibía.

Allí ensayó también el primer Orfeón Socialista y se registraron anécdotas como la celebración, en febrero de 1904, del llamado «matrimonio popular» entre los jóvenes Martín Sáez y Pilar Álvarez, oficiado por el presidente de la Federación Socialista Asturiana, Manuel Vigil Montoto, en un acto masivo que sirvió para reivindicar el derecho a las uniones civiles, pero dos años más tarde la institución pasó por una crisis que la tuvo al borde de la desaparición, debido a las consecuencias de La Huelgona.

Como ya les he contado en otras ocasiones, la represión que siguió a aquel paro sacudió a toda la sociedad del Caudal y sus ecos llegaron a los últimos rincones de España, de modo que satisfaciendo el interés de sus suscriptores, la revista Vida Nueva decidió enviar hasta aquí a su corresponsal Manuel Ciges Aparicio para que cubriese las informaciones de lo que estaba sucediendo. El periodista decidió quedarse unos meses y el fruto de aquella estancia fue la novela «Los vencedores», publicada en Madrid por el editor Pérez Villavicencio en 1908.

Su visión de los acontecimientos fue tan crítica, sobre todo en lo referente a la familia Guilhou, propietarios de las minas y los hornos de Fábrica de Mieres donde se había desarrollado el conflicto, que la dirección de la empresa mandó adquirir y quemar todos los ejemplares que llegaron a Asturias y Manuel Ciges, perseguido por los matones del llamado «gabinete negro», que se creó ex profeso para castigar a quienes de una u otra forma habían apoyado el paro, tuvo que abandonar la región.

En una página de su libro, el autor culpa de aquella huelga a la crisis de la Fábrica ocasionada por la mala gestión de los jefes, pero su interlocutor le contesta: «La Dirección podría cambiarse? el peligro real está en París, de allí le viene la muerte». Ciges da por supuesto que se refiere al joven heredero de los hornos, que reside allí y le interroga sobre su supuesta enfermedad, enterándose de que su principal mal no es otro que el estar podrido de vicios: las apuestas a los caballos le llevan innumerables millones que salen de Mieres y se disipan en París como si fuesen humo, además sostiene a varias mujeres elegantes y costosísimas y solo de tarde en tarde se acerca hasta Asturias para pasar dos o tres semanas con su familia, de modo que como sabe que la muerte le sigue de cerca, dice aquello de «después de mí, el diluvio».

Más adelante, encontramos una descripción -la única que conocemos- sobre el estado del primitivo Centro Obrero, al que se llega después de atravesar por retorcidas y embarradas callejuelas: «Me fijo y percibo una gran mole cúbica rodeada de sombras y nieblas. Pocos pasos más y nos encontramos ante un angosto puentecillo de madera tendido sobre un arroyo denso, ennegrecido por el carbón de las minas... en ese puente se instalan los guardas de la fábrica para acechar a los obreros que vienen al centro y despedirlos al siguiente día».

Siempre guiado por un acompañante cuyo nombre omite y que le va poniendo al corriente de la situación, llega entre piedras y baches y protegido por las sombras de la noche hasta el centro: «Hay un patio mal empedrado donde el agua se encharca. Oscuridad que nos hace avanzar a tientas, una escurridiza escalera de madera que empieza a desvencijarse. Un gran salón que repercute frío y tembloroso nuestros pasos. En el fondo una luz alumbra parcamente, y debajo se designa una figura borrosa que parece leer. A la izquierda están alineados algunos bancos de escuela, que con su imperturbable tranquilidad de cosas parecen esperar la turba de chiquillos».

El único hombre que está en el salón, un antiguo obrero de gesto rudo les cuenta la historia del Centro, con un detalle que andando el tiempo ha convertido este párrafo en un documento imprescindible para la historia del socialismo asturiano: «Fue en los tiempos fructuosos de la organización obrera. Creyendo definitivo su triunfo, los fundadores no escatimaron gastos. Más de siete mil duros invirtieron, -un tesoro para su modestia proletaria- sin que las obras quedasen rematadas. Para lograr lo hecho tuvieron que tomar prestadas tres mil pesetas al Montepío de la Fábrica».

En efecto, la cantidad se entregó sin problemas, pero cuando llegó la huelga y la necesidad empezó a apretar, fue necesario hipotecar el edificio para devolver el préstamo a los obreros del Montepío que precisamente eran los más afectados por el paro y así pudieron sostenerse hasta que llegó la normalidad y con ella la persecución.

El Centro Obrero había llegado a tener 500 socios, pero la empresa obligó a todos los que quisiesen seguir trabajando en ella a ingresar en el Círculo Católico, con lo que se multiplicaron las bajas y la cifra quedó en 23 cotizantes irreductibles. La mayor parte se ocultaban para no arriesgarse aún más, de modo que las juntas podían celebrarse con 8 asistentes, pero aún así, cuando parecía que la institución ya podía resistir, la Fábrica decidió asestar un golpe definitivo. Según su razonamiento, quienes habían recibido el dinero se encontraban en aquel momento en plena huelga, por lo tanto no trabajaban y en consecuencia estaban fuera de la empresa; así que la entrega había sido ilegal y de esta forma lo reclamaron ante el juez de la villa.

Según Ciges Aparicio, los obreros tenían el pleito perdido de antemano porque el magistrado no era más que un esclavo de los caciques y además estaba emparentado con una mujer que había tenido un hijo natural con un alto cargo de la Fábrica, cuyo nombre nos quedamos sin saber, ya que no se atrevió a citarlo en su libro. En aquellas circunstancias el juicio se perdió y los socialistas renunciaron a la apelación aceptando volver a pagar, pero la sorpresa llegó cuando la Fábrica hizo saber que además exigía el reembolso de unos elevados intereses por la cantidad prestada.

Para que no se perdiese todo aquello que había costado tanto construir, los socialistas mierenses decidieron recurrir a la solidaridad de los trabajadores de otras provincias y aprovechando una de las frecuentes visitas propagandísticas que Pablo Iglesias hacía a la región le expusieron el problema. El fundador se encargó de llevar la petición hasta la sociedad «El Trabajo», constituida por los albañiles madrileños, que entregaron las 8.000 pesetas necesarias para poder salir del paso y concluir parte de la obra que aún estaba pendiente desde su inicio.

Sabemos que la devolución de la cantidad aportada, sin ningún tipo de interés, se demoró hasta 1920 y Andrés Saborit cuenta en sus memorias que fue él mismo quien llevó hasta Madrid aquella cantidad más otras 20.000 pesetas recaudadas entre los mineros asturianos para sostener la huelga que en aquellos momentos vivían los trabajadores de las imprentas en la capital.

Así se pudo concluir el proyecto de ampliación que ya estaba planteado desde 1904. De cualquier forma, el enorme crecimiento del sindicalismo impulsado por Manuel Llaneza con la fundación del SOMA, no tardó en dejar pequeño al centro y entre 1925 y1927 se construyó el magnífico edificio que todos conocemos, según el proyecto del arquitecto Eduardo Sánchez Eznarriaga, fallecido antes del inicio de la obra, y que, después de soportar las vicisitudes del siglo XX, continúa siendo la sede de los socialistas locales.

El edificio del Centro Obrero del Polear pasó luego a propiedad municipal y muchos lo recordarán aún como la sede del parque de bomberos. Desgraciadamente ya no está. Sin que se sepa muy bien por qué, fue precisamente un alcalde socialista quien mandó demolerlo, acabando así con un lugar que simbolizaba la lucha y las ilusiones de aquellos hombres de hierro que un día habitaron en la Montaña Central y de los que tantas lecciones seguimos aprendiendo.