El viejo Clint Eastwood, viejo en el estricto sentido intimista y cariñoso, no por los años que atesora y que tan bien lleva, ha lustros que cabalga por sendas elevadas. Las sendas que unos pocos clásicos han transitado en Hollywood y en ese arte ya vetusto que es la cinematografía. El que iniciara sus pasos en los tradicionales westerns de serial televisivo (por ejemplo en Rawhide) y el que pusiera rostro al cínico «rubio» de los spaghetti westerns de Leone (el maestro de la «trilogía del dólar»), es el mismo que lleva años dándonos lecciones, y no sólo de cine.

Desde que Eastwood se pusiera a la vez detrás y delante de la cámara, algo tan difícil como dirigir y protagonizar una película (además de coproducir muchas de sus obras desde la Malpaso Company), no ha dejado de evolucionar en la destilación narrativa de sus mensajes. Cuando nos sorprendió con El seductor (1971) y con Infierno de cobardes (1972) ya apuntaba maneras, pues son estos dos trabajos un tanto surrealistas y estilística y éticamente irreverentes donde los haya.

El homenaje a Don Siegel y a Leone será en Sin perdón no sólo un tributo, sino sobre todo un certificado de madurez y distanciamiento frente a sus mentores para, como digo, cabalgar en solitario por rumbos propios. Derroteros que ya empezó a trazar en los setenta. Así pues el western ha sido uno de sus ámbitos de aprendizaje y maestría, pero no el único. También en la citada década su imagen de tipo duro y expeditivo se forjó en la serie policiaca del sucio inspector Callahan. Fue la época en la que Hollywood llegó a explorar nuevas estrategias ideológicas nada complacientes con la actual corrección política. Hay que recordar que las películas de Michael Winner protagonizadas por Charles Bronson (y me refiero a El justiciero en la ciudad y sus secuelas), fueron tachadas en Europa de cuasi fascistas y algo parecido llegó a argüirse del talante exhibido por Harry el sucio.

Sin perdón (1992) es sin duda su obra maestra en el western. También un nuevo homenaje funeral a todo intento de revisión estilística a la europea (el citado spaghetti), de un género, el genuinamente americano, del que Ford ya empezó a cantar sus exequias con El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Treinta años separan a estas dos grandes obras. Y es que el réquiem es largo, como larga fue la vida de este tipo de mitos, héroes, heroínas y antihéroes.

Clint Eastwood sabe, como sabían Capra, Hawks o Ford, que el cine es vehículo de ideas, de modelos o de cuestionamientos éticos, morales, políticos o religiosos. Conseguir esto en los largometrajes más comerciales es bien difícil, y ello sin caer en las a veces extravagantes apuestas estéticas propias de los filmes de «arte y ensayo» o de «autor». Aunque otros, como Kubrick, también lo lograron operando de forma arriesgada y magistral, aunque con desigual resultado en taquilla, con el peliagudo triángulo formado por un argumento de tesis, una estilística depurada y una narración poco convencional.

Pero, ¿qué podemos decir de Gran Torino? En principio que es una parodia. Eastwood se ríe de sí mismo, lo cual es indicio de sabiduría acumulada. Es decir de sus personajes de tipo duro, de pocos escrúpulos y un tanto crápulas en su sarcástico descaro. Pero la película es, sobre todo, una reflexión otoñal y nada posmoderna, nada nihilista, sobre la integración multicultural en los barrios residenciales venidos a menos y ya destartalados de las grandes ciudades fabriles.

El contexto de partida que enmarca toda la obra y que determina el desenlace final es católico, aunque la apuesta última, pero que recorre todo el filme, es ética y moral, y no tanto religiosa.

Walt Kowalski, como el propio Clint, es ya un anciano, aunque todavía de una gallarda apostura. El personaje, que suponemos de ascendencia polaca, ha vivido, como tantos millones de hombres anónimos pues él lo es, para luchar por su patria en su juventud y para sacar adelante una familia. Es por tanto un trozo, un tramo, de la reciente historia imperial de los Estados Unidos.

La ausencia con la que comienza el filme, el funeral de su esposa, es también bien clásico (muy fordiano). Así pues, ¡cherchez la femme! Como para muchos hombres la que está de cuerpo presente ha vertebrado su vida. Su muerte es la caída de telón de un sinfín de vivencias compartidas. El resto del argumento se organiza así sobre la necesidad de dar sentido a una existencia que sin ella ya no parece tener Norte. Las honras fúnebres son también una nueva toma de lúcida aunque resentida autoconciencia. Su mundo ha pasado. Los hijos y más aún los nietos no forman parte de la cosmovisión moral del malhumorado Kowalski.

De esta suerte la película toca muchas teclas y en todas ellas entona una sabia melodía en la que el espectador atento puede reconocerse. Así, el fantasma obsesivo de las atrocidades de la guerra de Corea que persiguen a un hombre al hacer balance de su vida. La descomposición de la familia tradicional. La soledad en una vejez testaruda frente al egoísmo de sus hijos y nueras. Las dudas religiosas ante la seca positividad de la letanía cristiana (algo ya presente en Million dollar baby) y los enfrentamientos juveniles entre bandas callejeras de diferentes etnias. Mas destaca ahora, en este último punto, la adaptación del personaje a las costumbres de la hospitalidad oriental de sus vecinos, que hacen que sus apelativos racistas, profundamente enraizados, vayan trasmutándose en chascarrillos de inocente humorada. Comienza aquí, como en toda gran obra argumental, una nueva fenomenología existencial, un nuevo periplo interior.

En este contexto el proceso de iniciación a la vida adulta de un joven oriental, tímido y reservado, da un nuevo sentido al viejo Kowalski. Este ceremonial iniciático, en el que ambos aprenden y se transforman, es bien clásico y está resuelto con maestría. El viejo muestra al joven las astucias éticas para sobrevivir en un entorno de talantes plurales poco complacientes (impagable el compadreo chistoso con el peluquero italiano). Cuando su médica, también asiática, le muestra la analítica que nada bueno presagia, decide sacrificarse por el chico, de tal forma que los violentos papeles del Clint Eastwood policial son parodiados con trágica comicidad en el desenlace final. Las virtudes de la contención y serenidad de los viejos héroes del western (las de Gary Cooper, John Wayne o las del propio Clint), no se resuelven aquí con la violenta glorificación del héroe, sino con el sacrificio de su muerte en el seno de una legalidad e inmanencia social que ya es de por sí multicultural.

Cuando percibimos a una policía étnicamente diversa (aparecen afroamericanos y orientales), que en la última escena levanta el cadáver de Kowalski y detiene a los pandilleros asesinos, pensamos que hemos aprendido no sólo una lección de moral esperanzada, sino que a mayores el protagonista se erige en una negación ética del violento carácter del inspector Callahan o de la frialdad criminal del forajido William Munny. Y es que así, tras esta metamorfosis, los viejos héroes mueren para seguir estando vivos en la cívica eticidad de las nuevas generaciones en un mundo globalizado. En suma, pues, una obra maestra.