Oviedo, Javier CUARTAS

La «burbuja inmobiliaria» en la que se fundamentó el gran crecimiento de la economía española con el binomio Aznar-Rato (1996-2004) y que prosiguió con Zapatero-Solbes (2004-2008) ha acabado por descabalgar al gijonés nacido en Madrid Rodrigo Rato (1949) de su incipiente carrera bancaria tras una larga ejecutoria política y tras su paso, en un hito sin precedentes para un español, por la dirección del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Rato, el asturiano que llegó a la cumbre del poder (fue vicepresidente segundo del Gobierno de España y ministro de Economía durante ocho años, y dirigió durante tres el FMI, con estatus de jefe de Estado), llevó a las más elevadas cotas de materialización la tradición política por la que transitaron durante el último siglo y medio las cuatro grandes dinastías asturianas que, enriquecidas en las minas, la industria siderometalúrgica, los ferrocarriles, las navieras, los negocios portuarios, la industria textil y alimentaria y otros sectores, confluyen en él y determinaron su encuadramiento social, económico e ideológico; pero apenas ha logrado perdurar 27 meses y nueve días en el olimpo de la banca y del poder financiero, en el que todos esos ancestros, paternos y maternos, tuvieron un dilatado protagonismo desde el siglo XIX.

Nacido en Madrid en 1949, pero gijonés por lazos, raíces, vivencias, estíos y declarado sentimiento de identidad -fue también en Gijón donde conoció a su primera mujer y madre de sus hijos-, Rodrigo Rato Figaredo es un genuino producto de la pasión política, que le llega por muchos ancestros, pero, sobre todo, por el ejemplo estelar de su bisabuelo paterno, Faustino Rodríguez San Pedro, maurista, diputado, senador vitalicio y tres veces ministro, y también a través de su padre, el empresario y banquero Ramón Rato Rodríguez San Pedro, que, tras combatir en la Guerra Civil en el bando franquista, conspiró contra el dictador y a favor de la restauración monárquica en cenáculos y círculos juanistas en los que sus hijos se desenvolvieron desde muy jóvenes.

Rodrigo Rato fue el vástago predeterminado por su padre para que llegase a ser ministro de Economía -como ya lo había sido el bisabuelo Faustino con Silvela, y como ambicionó también para sí el progenitor de Rodrigo- y a tal fin el viejo Ramón volcó esfuerzos, convicción, aportaciones económicas a la incipiente Alianza Popular (hoy PP) y su vieja amistad con Fraga para que el menor de sus tres hijos optase a una acta como diputado cunero. Lo logró y, a partir de ahí, el hijo que quiso ser actor de teatro y realizador de cine, que cursó Derecho en Madrid y un máster de dirección de empresas en Berkeley, debutó en 1982 en el Congreso, a los 33 años.

Allí conoció a otro neófito de la política, José María Aznar, y, en la vecindad de los escaños, nació una amistad política pero también personal, encuadrados ambos en el grupo parlamentario en el que, junto a otros nuevos valores, fueron catalogados como los «jóvenes cachorros», pupilos del jefe de filas parlamentario Miguel Herrero de Miñón.

Rato se forjó en la oposición y en el desgaste dialéctico y político de los Gobiernos socialistas de Felipe González, cuyas sucesivas victorias electorales fueron dobles derrotas para Rato y sus adláteres: porque no acababan de ver colmada la aspiración de llegar al Gobierno y porque la renuncia del viejo «patrón», Manuel Fraga, a la presidencia del partido, tras perder el favor de la banca y la patronal al cabo de tantos reveses en las urnas, los abocó al peor de los fracasos cuando fueron laminados en un congreso del partido por Antonio Hernández Mancha. La vuelta de Fraga y su golpe de mano, junto con la conjura de Perbes, le otorgó el poder orgánico a Aznar y fue así cómo en 1996 los «jóvenes cachorros» llevaron por vez primera al Gobierno a la fuerza política que ya había logrado aglutinar a toda la derecha española.

Rato, alentado por la pasión política y el mandato dinástico que le había imbuido su padre desde niño, se postuló en enero de 2003 como aspirante a suceder a Aznar, pero fue descartado por su amigo de los últimos 21 años por su rechazo a la guerra de Irak y otras cuitas y pese a que su gestión económica había sido el principal estandarte del que presumía y aún alardea el PP.

Su marcha a Washington para dirigir el FMI fue un encumbramiento, pero lo vivió como un exilio. Siguió pendiente de España, de la política y de sus hijos. La prensa estadounidense se lo reprochó. Y en junio de 2007, una semana después de que se conociera la primera crisis inmobiliaria ligada a las «hipotecas basura», anunció su renuncia, que materializó en noviembre.

Su vuelta a España creó nerviosismo en el PP. Mariano Rajoy, el sucesor elegido por Aznar, temió que Rato, con su aureola de buen gestor, se aliara con sus rivales internos. No lo hizo, pero dio la batalla por ser banquero. Tras largas tensiones internas en el PP, Rajoy lo ungió como presidente de Caja Madrid. Ahora lo ha dejado caer. La «burbuja inmobiliaria» y la crisis, que el FMI le reprochó en un informe que no había sabido predecir, han cercenado su carrera bancaria. La banca vuelve a marcar sus horas más amargas. Igual que cuando siendo adolescente vio entrar en la cárcel a su padre y a su hermano por su gestión en el Banco Siero y en el Banco Murciano.