Eloy MÉNDEZ

En 1958, Balbina Rodríguez tenía treinta y dos años. Su nombre y el de su marido, Florencio Sañudo, figuraban por entonces en las listas que el Instituto Nacional de Vivienda había colocado en una sede improvisada en mitad de la nada, a unos dos kilómetros del centro de Gijón, en un llano donde los hórreos y alguna infravivienda obrera rompían la monotonía del viajero que recorría la carretera a Oviedo. En aquellas hojas estaban recogidas las identidades de centenares de ciudadanos que compartían un sueño: hacerse con alguna de las mil quinientas viviendas que, desde hacía unos meses, había empezado a construir el gobierno franquista en Pumarín para paliar la insufrible presión demográfica que padecía Gijón, destino de miles de trabajadores que buscaban mejor vida en la emergente ciudad industrial. Florencio y Balbina tuvieron suerte. A ellos, les tocó uno de los pisos. Medio siglo después, sus viviendas han sido declaradas patrimonio arquitectónico local con protección ambiental en el nuevo catálogo urbanístico del Ayuntamiento.

Aquel Gijón no tenía nada que ver con el actual. Ni por su tamaño, ni por las condiciones de vida de sus ciudadanos. La ciudad apenas llegaba a la zona de los institutos. Más allá, sólo había campo y viviendas pequeñas, alejadas de lo que hoy se entiende por habitables. En los barrios, las insalubres ciudadelas obreras competían con casas de una o dos plantas, casi todas sin baño y con pocas habitaciones. «Vivíamos en una casa que estaba medio cayendo junto a El Musel con nuestros tres hijos», recuerda Balbina Rodríguez. Por eso, cuando a principios del año 1960, el Ministerio les informó de que tenían derecho a una vivienda en las flamantes 1.500, pensó que «habíamos tocado el cielo».

Aquello era distinto. Rodríguez y Sañudo apenas tardaron unos meses en ocupar su primero de un bloque de viviendas situado en la actual avenida Gaspar García Laviana, por entonces Ronda de Camiones. «Cuando llegamos sólo había ocupados catorce de los cuarenta y dos pisos», rememora la mujer. De entrada tuvieron que pagar catorce mil pesetas. Las mensualidades eran de 730. Tardarían veinte años en ser los titulares del piso.

Con perspectiva, creen que fue un esfuerzo que mereció la pena. Las 1.500 eran hace cincuenta años la mejor solución posible para cientos de familias que luchaban por dar una vida mejor a sus hijos. Su construcción levantó una expectación fuera de lo normal en todo el concejo de Gijón. «Había gente de El Llano que los domingos venía a merendar junto a las obras, simplemente para contemplarlas», asegura Héctor Blanco, historiador y especialista en urbanismo. En un descampado, sin vida urbana alrededor, nacía una barriada pujante y, a los ojos de la época, estéticamente impresionante.

«Hay que tener en cuenta que el proyecto de las mil quinientas permitió construir el primer rascacielos de la ciudad», dice Blanco. Y eso era símbolo de poderío. «La gente los veía en las películas de Estados Unidos y creía que los edificios altos simbolizaban la prosperidad y el éxito de una ciudad», dice el historiador. El régimen franquista también lo creía. Y se empeñó en llenar las ciudades de mastodónticas torres obreras. «Las mil quinientas se convertirían en un modelo para otras zonas de Gijón, pero también para otras ciudades de España», afirma Blanco.

El Instituto Nacional de la Vivienda encargó el proyecto a cuatro arquitectos: José Avelino Díaz Fernández-Omaña y Juan Manuel del Busto, dos expertos consagrados a nivel local y regional; y Juan Antonio Muñiz y Miguel Díaz Negrete, dos jóvenes que hacían sus primeros pinitos con la escuadra y el cartabón. El resultado del trabajo de este equipo fue la edificación de sesenta y ocho bloques de viviendas de diferentes alturas. El más alto, el de veinte pisos, estaría acompañado por otros de catorce y ocho plantas. El conjunto lo remataban varios bloques de cinco, tres y dos alturas.

Pilar Quirós fue otra de las afortunadas que, junto a su marido Víctor Tuya, ocupó uno de los nuevos pisos. En su caso, la suerte la mandó a un primero de la calle Guipúzcoa. «Llevábamos cinco años casados y teníamos por aquella un hijo», dice. Los tres convivían en Santa Olaya, en el barrio de El Natahoyo, con la madre de Quirós. «Cuando nos dieron el piso, el neñu se tiraba por el suelo de alegría», dice. Allí nacerían sus dos hermanos.

Para el matrimonio Tuya-Quirós, su nueva vivienda reunía todas las comodidades que se podían imaginar. Con baño, tres dormitorios, cocina, salón y servicio, aquello «era un lujo». Los casi noventa metros cuadrados de espacio les parecían una inmensidad, la ventana en el baño «una maravilla» y la terraza que daba a una zona ajardinada, «guapísima». Las trece mil pesetas que tuvieron que abonar para recibir en mano las llaves las puso la madre de Quirós. «Llegamos con una mano delante y otra detrás, pero a partir de entonces, empezamos a prosperar», apunta con cierta melancolía.

«Hay que tener en cuenta que las 1.500 son un conjunto hecho para vivienda obrera, pero de calidad», subraya Héctor Blanco. No en vano, hasta entonces los hogares de las clases medias y bajas eran lo más parecido a la infravivienda. Pero la novedad no sólo era la clara mejoría de las condiciones de salubridad y habitabilidad que ofrecían los nuevos pisos, sino de la revolución urbanística que supuso la construcción de un barrio entero. Por eso, aquel proyecto fue bautizado como «La Ciudad Satélite de Pumarín».

Para Héctor Blanco, las 1.500 iniciaron una revolución en todos los sentidos. «Los obreros podrían tener al fin ascensor», ya que alguno de los bloques más altos contaban con este mecanismo. Pero, desde el punto de vista urbanístico, la cuestión iba más allá. «Se aprovechó el terreno y se ajardinaron espacios; además se hicieron grandes avenidas», dice.

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