Como todos los años, el Papa ha recibido al alto Tribunal de la Rota Romana con motivo de la inauguración del año judicial y ha pronunciado para ellos el discurso correspondiente sobre temas propios de esta antiquísima institución que son, sobre todo, los relacionados con la nulidad del sacramento del matrimonio y lo concerniente a los tribunales eclesiásticos, sus juicios y sentencias. Benedicto XVI, últimamente, le ha encomendado también las causas de nulidad de la ordenación sacerdotal que antes pertenecían a la Congregación del Culto Divino. Los auditores, primero capellanes, apuntan algunos que existen desde los primeros siglos de la iglesia después de la paz de Constantino y asesoraban al sucesor de Pedro en las diferentes cuestiones que le presentaban al ostentar la autoridad suprema. Fue el francés de Aviñón, Juan XXII, en 1331, el que lo configuró como un verdadero y específico tribunal llamado y conocido por el de la Rota Romana (en Madrid, por privilegio de otro Papa del siglo XVI hay, también, un tribunal de la Rota española en la Nunciatura Apostólica), muy probablemente porque sus jueces, en la actualidad veinte, examinan por turnos rotativos de tres las causas que se le presentan.

Es habitual que, en estos clásicos discursos anuales, el Papa trate en su alocución cuestiones que ha de tener en cuenta este tribunal de la Santa Sede para su estudio o vigilancia y, por expansión, los tribunales eclesiásticos diocesanos y que afectan al Derecho Canónico Matrimonial. Estamos celebrando el «Año de la fe» con motivo del cincuentenario del Concilio Vaticano II.

En sintonía con él, les ha propuesto afrontar el viejo debate entre teólogos, pastoralistas y canonistas entre fe y matrimonio. La razón del planteamiento es la cualidad de la actual grave crisis de fe que afecta, también, al matrimonio. La cuestión la podemos plantear en estos términos: dado que el principio de la enseñanza de la Iglesia es que para los bautizados no hay otro matrimonio válido que el sacramental y, por lo tanto, indisoluble, ¿la falta de fe de uno o de los dos contrayentes bautizados no pone en peligro o anula, en ningún caso, la validez del sacramento? La razón que se da es que, independientemente de la fe personal de los contrayentes, cuando piden la celebración en la iglesia quieren «hacer lo que hace la iglesia». Esta intención de celebrar lo que celebra la Iglesia supone la fe personal, porque para los cristianos no existe otro matrimonio que el contrato natural elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento.

La noticia aparecida en diarios y canales de televisión, acompañada con una foto o video de los auditores con sus llamativos y renacentistas atuendos rosáceos de la Casa de los Medici, según he leído, no ha tenido en España mucha resonancia. Estamos hipnotizados y confundidos por el aquelarre de otros papeles y tertulias que echan por tierra otros valores sociales y de convivencia. Reconocidos vaticanistas han visto en este discurso una señal de la preocupación del Papa actual por la grave crisis de rupturas matrimoniales y el desazonante problema pastoral del número cada vez más numeroso de divorciados vueltos a casar que no pueden comulgar. En distintas ocasiones ha insinuado el esclarecer situaciones que evidencien la nulidad del matrimonio celebrado. Otra soluciones apuntadas, están verdes.

Él mismo afirma que «si es importante no confundir el problema de la intención ("de hacer lo que hace la iglesia") con la fe personal de los contrayentes tampoco es posible separarlos totalmente». Y cita en su apoyo una reflexión de la Comisión Teológica que habla de que allí donde no se ve traza de fe, ni ningún deseo de la gracia y la salvación ¿puede hablarse de validez en el sacramento?

Para algunos, incluso la cualidad del contrato matrimonial en su dimensión de fidelidad, exclusividad, perennidad, incluso la misma procreación como misión y finalidad... es puesto en duda. No digamos lo de su elevación por Jesucristo a Sacramento. Les acaba manifestando que «No pretendo sugerir ningún automatismo fácil entre la falta de fe y la invalidez de la unión matrimonial, sino más bien indicar que tal carencia puede, aunque no necesariamente herir incluso los bienes del matrimonio».

La celebración del matrimonio es la más infravalorada y permisiva en la iglesia. Para cualquier otro sacramento se pide mayor implicación y compromiso. Se manifiesta mucho más interés en el festejo externo que en las motivaciones internas, incluso por la trascendencia humana que de él se deriva como es formar una comunidad de vida y amor para ser felices. Adornos estrafalarios, canciones o músicas de peliculas emotivas, fotógrafos con atuendo de albañiles que disparan miles de fotos (¡alguna saldrá!), avesmarías de Schubert con gorgoritos, lustrados coches de época... que se estropean a medio camino, gaiteros para el «Asturias, patria querida», echadores de sidra, abanicos y confetis... y afuera la pandilla envolviendo el coche en papel higiénico (se vuelve a lo cutre) y atiborrados de paquetes de arroz para la salida (los chinos tienen mejores productos). La parafernalia se desmadra.

La boda requiere una dignidad en su aspecto festivo y una seriedad en lo religioso. Difícil que en esa envoltura vaya la perla del sacramento. Es verdad que con la libertad del matrimonio civil ha habido purificación. Pero todavía queda tela donde cortar. Y, sobre todo, una pastoral muy necesaria que poner en juego. No es fácilmente explicable que ante el descenso constatado no nos preguntemos el por qué. ¿Es debido solamente las circunstancias externas de la frivolidad cultural que todo lo invade? Como momento, el del matrimonio, después de nacer, el de mayor trascendencia.