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Así se vive en barrios con historia: Cimavilla tiene vecinos todo el día; el Oviedo antiguo pasa mañanas y tardes solitarias

El metro cuadrado no es más barato que en otros barrios de Oviedo y Gijón y algunas viviendas amenazan ruina y ocultan malas condiciones

Turistas saliendo de Cimavilla, en Gijón, camino de la plaza del Marqués. JUAN PLAZA

Son los barrios de los primeros pobladores de Oviedo y de Gijón. El de Gijón era un barrio de pescadores; el de Oviedo, de pescadores de almas. Comparten el término "Cimadevilla". En Oviedo es la calle que parte del arco del Ayuntamiento hacia la Catedral. En Gijón es el barrio entero, rotulado como "Cimavilla".

Hay dos plazas de la Corrada; la de Oviedo, del Obispo. En la de Gijón se derrumbó una casa esta semana, un edificio de tres plantas y buena pinta, abandonado hace años y "okupado" por temporadas. Hay una veintena más en riesgo de derrumbe.

Son dos barrios con vida singular, distintos entre sí, de casas viejas, algunas nobles, otras humildes e inseguras, muchas remozadas, recuperadas, rehabilitadas y algunas en ruinas.

Tienen la paz de la peatonalización y les da guerra que los servicios se les han quedado lejos. Sobre la base de silencio de su poco tráfico tañen las campanas en Oviedo y las mañanas de Telecinco en Gijón. Históricamente fueron sufriendo la sífilis, la heroína y, más recientemente, el "botellón" como consecuencia de lo que gozaron con sexo, drogas y canciones. Ahora están envejecidos.

Cimadevilla tiene vida vecinal y reivindica su carácter de último barrio con ritmo de antes. El Oviedo antiguo que va de la calle Cimadevilla a la muralla está vacío por las mañanas y las tardes, pero los fines de semana hay tal gentío que cuesta doblar las esquinas.

El Oviedo antiguo pone una vela a Dios y un neón al diablo. Pertenece a la Iglesia y a la hostelería, a Dios y al alcohol, que son el opio del pueblo. Contiene la Catedral, la casa sacerdotal, el palacio arzobispal y decenas de pubs con sus parroquianos de diario y, en masa, de fin de semana.

En este conjunto de casas del que fue el Oviedo del siglo XVIII hay rentas bajas en edificios sin ascensor, que tienen un armario en el portal para cuando la lluvia les mete agua hasta la escalera, y una casa, la de Esperanzona, que tuvo una prestigiosa tienda de antigüedades durante casi un siglo y cerró en 2010, que está a la venta por un millón de euros, antes de empezar con las reformas. Es el palacio donde nació y murió el presidente del Gobierno de España Alejandro Mon.

En la calle Ildefonso Martínez, a la que las escaleras la convierten en Salsipués, también hay un par de casas situadas después de la mella de un solar, que tienen un selvático Vietcong en el tejado, los cristales rotos y un cartel de "se alquila" muy poco atractivo detrás de una verja con basura. Desde que quitaron las pintadas que les daban aire de vagón del Bronx, no se notan tanto las ruinas.

En el Oviedo antiguo -comprendido entre Cimadevilla y la muralla, que cortan Jovellanos y el Postigo Alto- hay pisos modernos habitados por jóvenes propietarios que tienen todas las comodidades detrás de la carpintería de PVC y casas antiguas con personas mayores, interiores viejos, suelos irregulares, humedades e incomodidad, aunque no se libran de pasar la inspección técnica de viviendas, que obliga a hace obras de mejora.

Hay pocos niños residentes. El Conservatorio atrae a púberes y adolescentes cargados con inequívocos estuches musicales, y la Facultad de Psicología, en la calle San Vicente, reúne a los pocos universitarios que quedan en el centro de la ciudad.

Hace 43 años que el Oviedo antiguo dejó de ser un barrio viejo y pobre al que apenas se entraba para ir evolucionando hacia este parque etílico de los fines de semana. La mayoría de los pubs abre tres días a la semana y deseca el terreno para otro tipo de negocios. Salvo algunas excepciones culturales, este uso no devuelve casi nada a la ciudad y la vomita mucho.

Su gastronomía tuvo mejores momentos, fuera por el casticismo de Goyo en Los Caracoles o por la exquisitez de Fernando Martín en Trascorrales. Ahora, en la calle Mon queda La Mar del Medio y la puerta menos conocida de El Gato Negro, una sidrería de nombre tradicional en una nueva reapertura. En la plaza de Trascorrales se come más que se bebe y mejor que peor. Por el barrio se matan hambres a deshora en auténticos Kebab y Pizza que hacen pensar en cómo serán los kebab y las pizzas falsos.

En los ochenta hubo tiendas de ropa hippy traída de la India, una librería de segunda mano, algunos restaurantes que aportaron novedades, como las fondues de El Patio o la primera aventura hostelera de Ismael Rey. Ahora todo son pubs, desoladores por semana, indistinguibles los que están cerrados por descanso de los que están clausurados como negocio.

El turista de las mañanas, lento, tranquilo, que mira sin demasiado entusiasmo las casas y el plano, no puede imaginarse cuánto más llamativos son cuando levantan la verja, encienden la luz y ponen la música.

Quedan clásicos de primera hora como el Ñeru de la Curuxa, pero en la mayoría de los locales se sobreponen nombres distintos para generaciones diferentes. Son locales de fortuna al capricho de la moda. Al Oviedo antiguo ahora le gustan los nombres de Gotham. Hay Batcueva, Robin, Jocker, Enigma? que abren a la hora en que sale el Caballero Oscuro.

Nadie lleva más años a pie de calle que Josefina Clemente García, Fina, 89 años, que vino a los 14 a ayudar a sus abuelos en los ultramarinos Sabiniano Clemente, en la calle Mon, casi en la esquina con San Antonio.

Vio cerrar y mudarse las regentinas tiendas de imaginería religiosa y cirios. Vio pasar varios dueños por la colchonería que fue durante tantos años de los Ronderos. Supo adaptarse a los tiempos para criar a sus tres hijas y la tienda de barrio se hartó de hacer bocadillos -"Sabiniano Clemente, bocata permanente", se decía- cuando llegaron los primeros chavaletes progres a fumar porros. Ahora que pasan los turistas ha dado un cierto giro hacia la comida souvenir de los productos tradicionales, sin dejar los huevos y la fruta para los vecinos.

"Había muchos comercios pequeños, de comida, droguerías, de zapatillas, y vendíamos otras cosas, piñas para encender la cocina, arena para fregar... Vivía bastante gente, trabajadora, buena. Con las tiendas acabaron las grandes superficies ya hace mucho tiempo", recuerda Fina. "Muchos vecinos mayores murieron o se fueron a vivir a residencias, pero hay gente nueva y también me compran. Pasan turistas a montones y yo estoy en la ruta. Las guías me preguntan qué edad tengo, salgo con la batuca y las zapatillas y cuando digo 89 años me aplauden. Soy una atracción turística", ironiza.

Hay dueños de locales que no quieren tener bares. Para septiembre van a abrir un comercio de costura unas chicas.

En la tarde de verano, las paralelas Oscura y Carpio y las antitéticas plazas del Sol y del Paraguas remansan en las terrazas, donde se bebe, se pica y se charla en leve pendiente a precios imbatibles. Algunos son vecinos jóvenes, de los que vienen de hacer la compra en el Mercadona del Fontán, tienen su centro de salud en Martínez Marina, la escuela de sus hijos en la calle de la Luna, el garaje lejos de casa y triple acristalamiento contra el ruido los fines de semana, pero escogieron su barrio sabiendo por qué.

A treinta kilómetros, Cimavilla es un barrio en un istmo, rodeado de mar por todas partes menos por la plaza del Marqués, cuyo impresionante palacio del conde de Revillagigedo era, hace 30 años, una ruina barroca con interior de gallinero. A un lado, Pelayo, rey. Al otro, el árbol de la sidra, un manzano artificial de vidrio verde, y entre uno y otro, el arranque de la subida a Cimavilla, que tiene casas de tres siglos y dos promociones de vivienda del XX, unas de principios y otras de mediados, para pescadores.

El barrio se divide por capillas: la de la Soledad mira al puerto; la de los Remedios, hacia la playa. Su ecuador es la calle de la Vicaría, donde históricamente se enfrentaban a pedradas los chavales de la Soledad y los del Remedio.

El músico David Roldán, profesor de viola en el Conservatorio de Gijón, nació en Palencia, pero se crió en Gijón y ha pasado su vida adulta voluntaria viviendo en Cimavilla. "No sé lo que hay dentro de las casas, pero sé lo que hay dentro de la mía: una pareja joven, con guajes, en un edificio de cinco alturas sin ascensor, que viven en una zona preciosa, peatonal y con la libertad de la aldea, con parque, pista de patinar y el colegio Honesto Batalón, cuyo patio se pide que sea cubierta porque cuando llueve no salen al recreo".

Roldán es propietario de la casa: "El metro cuadrado está caro, pero los pisos son más pequeños -rondan los 60 metros- y no tienen ni trastero ni garaje y salen más baratas. Lo compré a una pareja mayor que ya no podía subir los cinco pisos de escalera. Se me partía el corazón".

Tino García se casó aquí hace 46 años: "Entonces era un barrio lleno de gente joven, con algunas calles sin asfaltar, de tierra pura. Los nuevos vecinos tienen más poder adquisitivo, porque lo que está rehabilitado es caro".

A Cimavilla vinieron familias de las cuencas mineras, y últimamente gente de Madrid porque hay varios pisos que se alquilan por días a turistas.

Ana Morán, 50 años, morena, melena negra, tiene una tienda. Es directa para todo, también para nombrar su colmado: "La tienda de Ana". Creció en Cimavilla, aunque ahora, temporalmente, vive en el Arbeyal.

"Soy mítica y autóctona. Abrí el negocio hace 30 años en un bajo que tenían mis padres. Ya no hay vida de barrio como la que viví porque la gente es mayor y quedan muy pocos playos de verdad (nombre que reciben los vecinos de siempre de Cimavilla), la mayoría mujeres, pero se mantiene una vida de vecindad que no se da en otros barrios de Gijón".

¿Por ejemplo?

"Salir en zapatilles, les muyeres col mandil y, si necesitas algo, gritarlo. Todavía hace poco vi a mi madre, que es extremeña, pedir a voces una paella a ver qué vecina se la prestaba". Ana vende a los vecinos de siempre y también a los nuevos, "que se adaptan".

El barrio tiene muchas visitas a lo largo del día: la gente que pasea por el Cerro Santa Catalina, los turistas que quieren conocer el barrio y los cruceristas que "te hacen fotos como si fueras un souvenir", dice Ana Morán, simulando enojo.

También están los gijoneses atraídos por la hostelería, algo que ocurre desde hace muchos años.

En Cimavilla se come más que se bebe y se beben sidra y vino desde que los tragos largos se sirven en Fomento y en Marqués de San Esteban, lo que ha liberado mucha tensión. Ya no son los años setenta de La Cabaña y el Farol, ni los ochenta del "caballo". Lo último que sufrieron fue el "botellón", erradicado hace dos años, que dejaba el barrio marinero hecho un mar de plástico. Tino García lo tenía muy estudiado: "Había tres turnos de 'botellón'. Uno que duraba hasta las seis de la tarde, otro a partir de las 9 y el tercero duraba toda la noche".

Al inicio del paseo por Cimavilla está instalado en la atmósfera de este verano nebuloso el olor al mar al que se asoma el barrio, pero conforme avanza la mañana salen olores de destapar de ollas y aceite templado de los restaurantes.

Los días de sol vuelven terraza la cuesta del Cholo. Desde las mesas y el murete tiene los mejores atardeceres a la sidra del puerto, cuando el sol parece que va a estallar contra los depósitos de la Campa Torres y las grúas de El Musel. El restaurante Mercante ha colgado media docena de carteles que parecen voces de advertencia y de prohibición.

La sidra de interior se escancia frente a la antigua Fábrica de Tabacos, que cerró el 31 de julio de 2002, después de 234 años de actividad. Todavía trabajaban entonces 84 cigarreras. Fue un bocado a la actividad del barrio, que tiene más vida laboral y escolar que la parte del Oviedo antiguo de la que se habló. Además de las terrazas de los bares, la plaza hace un ágora escalonado para ampliar todo el espacio a la conversación.

En la plaza de la Corrada por las tardes hay postureo hipster entre algunos antiguos miembros del "Xixon Sound", pero ahora es por la mañana en la calle que lleva al edificio que se derrumbó el lunes pasado. Ante unas casas asturianas de dos plantas, Tino está dando su paseo con el andador, mientras su mujer lo vigila sentada ante la puerta.

Tino es un allerano con mirada de guasa que, antes de saludar, cuenta el colmo del calvo (coger el tren por los pelos). Su mujer y él vienen de Turón porque él enfermó. Su hija psicóloga vive en Gijón. "Es buena y lo arregla y lo afeita", dice su mujer. Los dos se asustaron mucho cuando cayó la casa. "Fue un ruido enorme y un temblor de tierra".

En el lado contrario de las casas que amenazan ruina están las que tienen obras de rehabilitación y un piso sobre el que pesa la leyenda del millón de euros. Fue realizado con materiales de lujo y las penúltimas tecnologías, tiene 130 metros y vistas a toda la bahía de San Lorenzo.

No hable a Ana Morán de los inconvenientes de Cimavilla, que no tiene un cajero automático, ni hay un médico hasta la puerta de la Villa, que por algunas aceras no cabe un cochecito de bebé, que para tomar el primer autobús hace falta andar 10 minutos y que para hacer la compra grande hay que salir del bario hasta el Masymas. "Somos un barrio pequeño y no lo podemos tener todo a la puerta de casa". Del aparcamiento hay menos quejas desde que construyeron uno en la parte más alta y le dieron un frente metálico que lo hace parecer una escultura horizontal.

Inconvenientes, sí, y más de un drama detrás de las fachadas, pero a cambio aún hay gente que pesca chipirón, callejones con nombres tan sugestivos como el "de las Fieras", escaleras pinceladas con verdín para lances a espada de Alatriste, paredes con erosión de Nordeste y salitre y un suelo de adoquín que no hace falta levantar para encontrar la playa porque cuesta menos trabajo ir andando hasta la escalera dos.

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