La vigésima segunda edición del Diccionario de la lengua española (Madrid, Real Academia Española, 2001) da como primera acepción de la voz Tertulia la de «reunión de personas que se juntan habitualmente para conversar y recrearse» y denomina «tertuliano», «tertuliente» y «tertulio» a quienes asisten a las mismas. En ocasiones se oye o se lee que estamos ante una realidad en decadencia, casi en trance de extinción y se apuntan como causas mayores y menores de ello la falta de tiempo para emplearlo gratamente, impuesta por el ritmo cada vez más apresurado de la vida que nos produce estrés y, también, de lugares apropiados -tranquilos cafés que no cafeterías- para cumplir con el rito, pero tal vez esto no sea demasiado cierto y encuentro, entre otros ejemplos que pudieran aducirse, el recorrido veraniego efectuado por el periodista Chus Neira (varios domingos de agosto, en LA NUEVA ESPAÑA), prueba sin lugar a dudas de que la gente sigue practicando semejante modo de verse y conversar. Pienso que tales pesimistas, vueltos atrás en el curso del tiempo, echan de menos famosas tertulias presididas por talentosos y atractivos individuos -pongamos Unamuno o Ramón Gómez de la Serna- sin equivalente en nuestros días, lo cual valdría sólo para determinado tipo de tertulia, desde luego muy escogida.

Los tipos o clases de tertulia podrían establecerse habida cuenta de circunstancias muy diversas como, por ejemplo, el número de integrantes, su edad, cultura, profesión, ideología, intereses en ellos dominantes y, ya en plano inferior, periodicidad de la reunión y continuidad en el tiempo. Cabe suponer un tranquilo avenimiento entre los tertulios cuyas posibles discrepancias, llevadas pacíficamente, no lo alterarían hasta producirse incluso la ruptura; puede considerarse la posibilidad y conveniencia de que exista en el conjunto una destacada cabeza rectora que lleve la voz cantante sin incurrir en la apabullante exclusividad, respetada y admirada por sus compañeros, personas quizá más silenciosas pero, a falta de semejante guía, la intervención de los contertulios, sin pedantería ni excesos palabreros, ha de limitarse educadamente. Así deberían ser para bien ser las cosas, pero acaso estoy esbozando un estado ideal y, por lo mismo, inalcanzable o utópico.

Lo que pudiera llamarse reserva temática y depósito argumental suele proceder mayormente de cuanto depara la actualidad a través de los medios de comunicación, seleccionado de acuerdo con los intereses de todos y cada uno que aportarán a dicha selección sus posibles añadidos. Otras veces y, claro está, que sólo en las tertulias que cabría llamar especializadas, el arranque podría estar no en la actualidad ni en los medios, sino en un acordado señalamiento previo y con ello la conversación o recreación que define el DRAE se convertiría en una especie de cátedra singular donde prima el aprendizaje.

Otras variantes podrían sumarse a las apuntadas, deducidas de la rica historia tertuliana española -academias renacentistas y barrocas, ilustrados de la madrileña Fonda de San Sebastián, románticos del Parnasillo- algunos de cuyos capítulos disponen de la pertinente bibliografía, caso verbigracia, de la ramoniana del café madrileño Pombo por la pluma de su capital protagonista, o del noticioso libro debido a Miguel Pérez Ferrero, Tertulias y grupos literarios (Madrid, Cultura Hispánica, 1974) en cuyas páginas constan reuniones madrileñas de pre y post guerra desde las que animaron Valle Inclán, Emilio Carrere, Pérez de Ayala, Marañón (en el café Europeo, el Varela, la Granja del Henar, por ejemplo) hasta las varias en el café Gijón durante los años 40 y 50; Aquéllas y éstas llenaron mucho tiempo el mundillo literario de la capital de España, sede de tantos mayores, menores e ínfimos cultivadores de las letras, afortunados y recordados todavía, los unos, y condenados, otros, al infierno del olvido, espectáculo en suma de muchas y muy distintas caras. Si Madrid fue lugar el más codiciado a este respecto debe recordarse que en otras ciudades -pensemos en las andaluzas tan ligadas a la Generación del 27 y cuna de algunas de sus revistas- hubo también tertulias y tertulianos nada desdeñables.

En Madrid y en la que Ramón Tamames llamaría «Era de Franco» conocí de cerca dos importantes tertulias cuyas singulares características han de sumarse a las ya apuntadas. Una se celebraba la tarde de los miércoles una vez cerrada la librería Ínsula y en ella participaban los redactores, colaboradores y amigos de la revista de ese nombre, presididos por Enrique Canito, su dueño y director; no había mesas, ni café, ni siquiera asiento para todos, apoyados los tertulios en el respaldo que ofrecían los estate llenos de libros. Un breve salón o más bien hueco entre éstos, con capacidad para una escasa veintena de personas que, por lo general, conversaban con las más próximas y muy de vez en cuando atendían a alguna más lejana que levantaba la voz para comunicar alguna noticia más relevante y reciente, teñida a veces de implicación política. De pie y a palo seco, enfervorizados por el espíritu de la casa, sus fieles aguantaban así hasta que Canito saludaba, exquisitamente fino, con unas palabras de gracias y despedida. De cuando en vez algún hispanista USA caía por Carmen, 9, de paso por una mal conocida e incomprendida España, tierra pintorescaÉ

Más numerosos y acaso más doctos solían ser los hispanistas (no solamente norteamericanos) que uno podía encontrar en la otra tertulia, importante reunión dirigida por Antonio Rodríguez Moñino, un catedrático de Instituto (de Lengua y Literatura Española) que estaba en aquel tiempo de la postguerra en una situación irregular y oficializada, consentida y no poco extraña. La reunión era en el café Lyon frente a Correos, los domingos por la tarde; a unos cuantos habituales -recuerdo al muy erudito sacerdote López de Toro- se unían gentes de fuera de Madrid, españolas y extranjeras. Todas ellas respetaban y admiraban a Moñino, tan generoso de su mucho saber literario y de su biblioteca y archivo, con respuesta sabia y extensa a las preguntas que se le formulaban por quienes, entre los contertulios, preparaban libro, tesis doctoral, artículo de revista especializada o conferencia. Si uno acudía al Lyon por vez primera, el generoso don Antonio pagaba su consumición. Una sosegada seriedad erudita, con tal cual desvío hacia la actualidad en torno, distinguía la tertulia de Rodríguez Moñino que iba ya, muy merecidamente, para académico de la Lengua.