La prestigiosa revista «Nature», premio «Príncipe de Asturias» 2007, dedicaba la semana pasada un editorial a la investigación española y al nuevo impulso del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) con el título «¿Una nueva Edad de Plata?», recordando sus avances durante el primer tercio del siglo pasado. Obviamente la división de oro, la Champions League científica, queda para las grandes potencias mundiales.

El asunto fue objeto del fuego cruzado electoral en los medios a favor y en contra del Gobierno. En términos generales, el elogioso editorial mantiene la incógnita sobre la modernización de la organización y la gestión de la ciencia en España: «la contratación en cualquier nivel es desesperadamente lenta, la atracción de extranjeros es difícil, y es casi imposible ofrecer un conjunto competitivo de sueldos», dice el editorialista.

Recuerda la revista que el CSIC ha hecho sus deberes: «ha evaluado la totalidad de los institutos, cerrando tres, fusionado otros para concentrar los esfuerzos investigadores». El actual marco jurídico es novedoso y optimista, aportando la máxima capacidad de autoorganización y posibilitando los incentivos.

Muchos profesores universitarios censuran el status del personal del CSIC como «investigador para toda la vida», frente al modelo académico «complementario», al que se debe dedicar una parte de la jornada laboral, produciendo una sinergia entre investigación y docencia que multiplica la productividad de ambos campos.

En la actualidad, la carrera del investigador está plagada de dificultades. Nunca fue un camino fácil, pero ahora los mejores expedientes académicos no ven estímulo en seguir formándose ni en acudir al laboratorio durante el fin de semana para supervisar un experimento. La primera consecuencia es que muchos grupos competitivos tienen realizando la tesis doctoral a más estudiantes extranjeros que nacionales.

La Federación de Jóvenes Investigadores convocó una manifestación el pasado 1 de marzo bajo el lema: «Otra investigación es posible» con la exigencia de planificar la carrera investigadora «que elimine las etapas remuneradas con becas, la endogamia y la excesiva burocratización». Los partidos políticos buscan el voto joven, de ahí que sea más fácil conseguir una beca que hace veinte años. Pero, después de la becas, ¿qué? Pues contratos de obra o servicio determinado.

Todos los estados de la UE realizan grandes esfuerzos financieros para alcanzar el 3% del PIB en gasto de I+D+i, ambicionado en los objetivos de la Agenda de Lisboa. Así, nuestro «Boletín Oficial del Estado» acaba de publicar una «macroconvocatoria», dotada con 257 millones de euros, para la formación y contratación de investigadores. Pero, transcurridos unos años, los científicos, a pesar de su extraordinaria formación, se encontrarán como al principio: sin estabilidad y esperando otra nueva convocatoria. Quizá deba de ser así, pero entonces no nos quejemos de que prefieran ser «brokers».

Esta situación no es ajena al curioso cambio social que presenciamos en los últimos años: la crisis de las vocaciones científicas, generalizada durante la década pasada en los países desarrollados. Lo advertía este otoño otro premiado «Príncipe de Asturias», George Steiner: «Europa apesta a dinero». A su juicio, la única aspiración de las élites intelectuales consiste en convertirse en multimillonarios a los 25 años. El resto quieren ser funcionarios. La política o la investigación han perdido todo su atractivo. Ni siquiera la literatura atraviesa su mejor momento, y a Steiner le parece «un poco inquietante» que el Nobel recaiga en una autora de 88 años, por mucho que admire a Doris Lessing.

Aunque contamos con una tasa de graduados superior a la media comunitaria (el 29,9% frente al 23% y aun lejos del 40% finlandés), nuestros profesores se quejan del bajo número de quienes realizan una tesis doctoral. No debe extrañarnos. Un tercio de los graduados vive con sus padres cinco años después de licenciarse. Añádase la carga de proseguir con un posgrado. Los chicos pronto detectan que el dinero no produce la felicidad, aunque provoca una sensación muy parecida.

El mismo efecto se produce en el acceso a la Universidad. Nuestros jóvenes prefieren estudiar las ciencias sociales a las ciencias experimentales. Las ingenierías, muy vinculadas al mundo empresarial, mantienen una cuarta parte de la cuota de mercado; pero ciencias y Humanidades muestran un declive constante.

Un reciente informe del Tribunal de Cuentas de España, sobre la Universidad pública española, ha calculado determinados costes de interés para la ciudadanía. Así, el coste medio del crédito matriculado se estima en 77 euros, que el alumno sufraga en una cuarta parte. No es casualidad que las carreras de ciencias sean las más costosas para el erario público, con 277 euros el crédito. La razón hay que buscarla más en el denominador que en el numerador del quebrado: cada vez son menos los matriculados en repartir el coste. Un licenciado medio acaba costando al presupuesto universitario 33.066 euros. Un licenciado en ciencias experimentales cuesta un 50% más.

Hay dos factores en tensión a la hora de elegir y proseguir estudios: vocación y «empleabilidad» de los mismos. La primera va perdiendo influencia ante las expectativas del mercado de trabajo. Las empresas contratan pocos científicos y, aunque presenciamos grandes avances, con 49.000 compañías españolas realizando innovación y 5.000 investigadores contratados durante el 2006, la realidad es que cada día nos alejamos más de la media europea.

No es extraño que los programas electorales tengan a la I+D+i como tema estrella. Aquí surge una cuestión: «el actual «sistema» de ciencia español está capacitado para asimilar un incremento significativo en la financiación? ¿Lo único que necesita es más dinero? En mi modesta opinión, nada se resolverá si no se garantiza en el largo plazo un futuro profesional para los investigadores, en las universidades y en los hospitales. Pero también en las empresas, que tienen un papel protagonista. Recordemos que una sola compañía europea como Philips solicita cuatro veces más patentes que toda España.

Cuentan que el comandante Cousteau, cuando tenía casi ochenta años y se adormecía en algunas reuniones, escuchó durante una conferencia en la UNESCO que uno de sus acompañantes murmuraba: «eso es imposible», entonces se despertó y dijo: «esto me interesa». La productividad del investigador tiene poco que ver con las actitudes geniales y más con lo que debe ser una industria: unos objetivos, una organización y una rutina. Entonces nuestra niña, que quiere ser investigadora, pregunta: ¿cuándo podré demostrar que yo también soy un genio? Pues probablemente nunca; probablemente te pasarás la vida entre contratos precarios y a las órdenes de ese tío que tampoco es un genio. Vamos, como en cualquier empresa.

Antonio Arias Rodríguez. Síndico de Cuentas del Principado de Asturias.

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