A Mariano Rajoy Brey le piden que dimita los acordeonistas rumanos y hasta los vendedores del «top manta», pero él sigue sin querer darse por enterado. Muchos de sus votantes, los que lo expresan y los que no, ya le han retirado el saludo de por vida, él insiste, sin embargo, en que con el centro izquierda va a lograr trece millones de sufragios en las próximas elecciones ¿Por qué no catorce?

Ayer, Mariano demostró cómo siendo de Pontevedra se puede ser, al mismo tiempo, de Estocolmo. Con una cara más dura que el cemento armado, desviaba a los alcaldes de su partido los insultos de «traidor» que proferían contra él los manifestantes en favor de María San Gil y Ortega Lara. El disimulo, como el engaño, está en el arte de la política, pero hasta para hacerse el sueco hay que tener algo más de cuajo que este hombre dispuesto a arrastrar por el suelo su dignidad pero no a tirar la toalla.

Posiblemente muchos de sus votantes no perdonen nunca haber sido engañados por un tipo al que se le ha fundido la bombilla en medio de una noche oscura. Rajoy sigue diciéndoles cosas sin demasiado sentido, si no se explican convenientemente, cómo que hay que moverse o que no les va a decepcionar. Pero no sólo a ellos, sino a los tres o cuatro millones más que supuestamente va a pillar por el centro izquierda, en compañía de Gallardón. Yo me pregunto cómo lo va a hacer, dadas sus limitaciones, el escaso liderazgo y que muchos de los diez millones y medio de votos que obtuvo el 9 de marzo fueron por ser la única alternativa a Zapatero, no por llamarse Mariano. Ahora, si Mariano quiere parecerse a Zapatero -no lo sabemos del todo, porque sigue sin explicarse- ¿para qué votarlo?

El que se expresa abiertamente es Gallardón, jefe de campaña y de centuria, al lado de Fragasaurio. ¿Éste es el centro izquierda que nos quieren vender?