La novelista Almudena Grandes -que mañana estará en Oviedo para no sé qué- escribió el otro día en referencia a sor Maravillas: «¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos?».

Qué vergüenza, qué asco superlativo. Así celebran algunas el «Día internacional para eliminar la violencia contra la mujer». Encima en la más absoluta impunidad porque sus editores no la han puesto inmediatamente de patitas en la calle ni el Ministerio de Igualdad ha saltado como una pantera para, acto seguido, excitar el celo del fiscal general del Estado ni las asociaciones feministas han dicho ni pío ni nada de nada de nada.

De casta le viene al galgo. En otra ocasión ya dijo que fusilaría a dos o tres voces -de la radio, obviamente- que cada mañana la sacan de quicio.

Dos días antes Cristina Almeida, otra que tal, propuso quemar los libros de César Vidal, como haría cualquier matarife de las SS. Ítem más, Luis García Montero, marido de Almudena Grandes, ha sido condenado a pagar una cuantiosa multa por haber injuriado a un compañero suyo, profesor de la Universidad de Granada, al que llamó «hijo de puta, mequetrefe, sinvergüenza, cabrón y perturbado».

Para qué seguir, en la mente de todos están las iniciativas de ciertos salvajes a sueldo que querían pegar un tiro en el corazón o ponerle una bomba -todo textual y por escrito, oiga- a uno de los periodistas liberales más destacados de España. Así se las gastan los progres profesionales.

El caso es mantener un círculo de terror o, como dicen utilizando exactamente términos nazis, un cordón sanitario en torno a los poquísimos que se atreven a decir algo que no sea alabanzas al régimen. Todo vale contra las escasísimas voces críticas que aún hay en España. Ahí están los encargados de la represión, los chicos/as de la porra, los matones con patente de corso. Qué nadie se atreva a decir nada ni siquiera cuando, como ahora, están a punto de regalarle una de nuestras cuatro multinacionales a la mafia rusa.