España roza peligrosamente una tasa de inflación próxima al 10%, dígito propio solo de economías descontroladas y nada fiables. Mañana, lunes, cuando se conozcan los datos del paro correspondientes al mes de marzo, comprobaremos los primeros efectos sobre el mercado laboral de la guerra y todo lo que con ella ha estallado aquí. Llueve sobre mojado en una economía débil desde hace tiempo. La situación empieza a ser mucho más compleja que la padecida durante la burbuja inmobiliaria y la pandemia, y de peor arreglo con las arcas exhaustas y millonarios fondos de la UE ya comprometidos para otras finalidades. Nadie puede calcular cuánto va a durar esto y menos aún cuantificar su impacto total. Sí hay una cosa segura: seremos más pobres. Reconducir la situación exige ambición y realismo. 

El mundo pasó en 23 años del anterior siglo por una pandemia –la gripe española de 1918–, un crac bursátil –el de 1929– y una conflagración devastadora que originó un terremoto geopolítico –la II Guerra Mundial entre 1939 y 1945–. En solo 14 años de este XXI vertiginoso ya sufrimos otras tantas experiencias calamitosas –la Gran Recesión de 2008, la Gran Reclusión de 2020 y la invasión de Ucrania en marcha–. De no revertir pronto las constantes del enfermo económico y detener la galopada de precios, lo que está ocurriendo derivará en crisis descomunal. 

Aunque nadie le escucha, o le quiere escuchar, el gobernador del Banco de España habla claro. Afirmó Hernández de Cos el martes que la pérdida de rentas por el aumento de los costes energéticos y el conflicto bélico “debe ser repartida entre los trabajadores, con la caída de su poder adquisitivo, y las empresas, con la disminución de sus márgenes”. Pidió igualmente a los agentes sociales evitar “fórmulas automáticas de revalorización y cláusulas de salvaguarda”, y al Gobierno, “implementar un programa de consolidación fiscal a medio plazo”. Traducido que se entienda: Si queremos reconducir el cataclismo aguardan por delante meses de salarios y pensiones menguantes, beneficios empresariales recortados y un buen tajo al gasto público que permita cuadrar las cuentas y eliminar los momios.

Todos tenemos que perder, nadie desea aceptarlo y ningún dirigente se atreve a contárselo a los electores

Todos tenemos que perder. Nadie desea aceptarlo. Y ningún dirigente se atreve a contárselo a los electores. Un Ejecutivo diseñado para el oropel de la recuperación cae de bruces, literalmente, en las trincheras de una guerra. En este cuerpo a cuerpo descarnado no valen frivolidades. 

En Asturias, epicentro de la tormenta perfecta, confluyen todos los golpes y también sus destrozos. En ninguna autonomía causó tanto impacto la huelga del transporte. Tampoco existe área como la nuestra con una industria hipersensible a la electricidad, que se juega no únicamente su competitividad, sino la misma fortaleza del corazón que mueve este Principado. Un campo atomizado y una pesca capitidisminuida han dicho basta. El sector servicios quedó tocado tras las restricciones sanitarias, con muchos cierres comerciales y hosteleros. Y un PIB regional rezagado, el último de la fila, no retorna a los niveles anteriores al confinamiento.

Nada motiva tanto como trabajar por un mañana próspero. Un país, una comunidad, se asemeja a un núcleo familiar: funciona si existen perspectivas de progreso social. Cuáles son los planes de esta tierra, hacia qué puerto encamina su nave, era antes una incógnita y en mitad de la tempestad sigue siéndolo. Para elegir el itinerario acertado no hace falta recurrir indiscriminadamente a la manguera del dinero, sino jerarquizar bien las prioridades. 

Con retraso considerable, Pedro Sánchez se decide a actuar recurriendo a las subvenciones y dilatando las decisiones determinantes para pinchar la exponencial escalada energética. Para colmo, la mayoría de las grandes industrias asturianas han quedado excluidas de las nuevas ayudas al gas, cuyo reparto favorece a sectores con mucho peso en el área mediterránea. En las últimas recesiones, la economía tocó fondo relativamente pronto. En las actuales circunstancias resulta difícil vislumbrar dónde se halla el suelo para iniciar el rebote. Aunque la inflación llegue a contenerse, ni la dependencia energética, ni el fin del “shock” de deuda, ni el encauzamiento de un déficit desorbitado se consiguen de una mañana para la siguiente. 

La pregunta que conviene formular no es tanto si el tardío paquete de emergencia está bien o mal diseñado, como por qué, en cada crisis, la región acaba sufriendo por encima del resto, y el país, pagando un precio superior a las naciones desarrolladas. En la respuesta aflorarán los males estructurales arrastrados durante décadas que hacen de España un territorio endeble y de Asturias, el edén del empleo público y los subsidios. Con recetas que, aunque duelan, los corrijan para robustecer la creación de riqueza saldríamos reforzados de estos calvarios. Pero esto ya lo venimos repitiendo desde el anterior batacazo financiero sin que nada cambie.

Sostienen los consultores políticos que los tiempos de paz requieren gestión, y los de guerra, liderazgo. Gestores deficientes han conocido demasiados los ciudadanos, ¿verán algún día al mando a auténticos líderes? Capitanear con determinación una remontada de época va a exigir mucho más que iniciativas que duren tres meses.