Señor, ten piedad

En la muerte del Peque y de Enrique Moro, grandes curas

Javier Morán

Javier Morán

En el jardincillo que hay entre la residencia de mayores Cimadevilla y el edificio parroquial de San Pedro, en Gijón, coincidíamos hace meses José Manuel Álvarez, el Peque, y quien con verdadero pesar esto escribe. Yo aprendía a caminar de nuevo tras un accidente vascular (como una dentellada de caimán), y él se esmeraba en volver a hablar. El Peque acudía a logoterapia en el hospital de Cabueñes y los progresos se le iban notando, incluso a través de la mascarilla. Yo me dejaba caer todos los días por la rehabilitación del HUCA, donde un día dejé la silla de ruedas y me pusieron de pie merced a una prótesis hermosa que le enseñé al ‘Peque’. "Eso, eso, tiene que endurecerse el muñón y cada vez caminarás mejor...". Así ha sido. Aquel día, como si se tratase de un intercambio de dolencias con buen ánimo, él se retiró la mascarilla y me mostró su mandíbula reconstruida después del trance de un tumor. También le habían colocado nuevos dientes, aunque seguía con una dieta blanda. Su conversación, como era de esperar en un hombre verdaderamente bueno y generoso, era agradable y estimulante. Me comentó que concelebraría en las misas, ya que decirlas él solo era todavía muy complicado. Ese día comprobé que en los azares de la salud siempre hay alguien que sale peor parado. En mi caso, el tabaco le había dado ánimos al caimán, que atascó con fruición una arteria bajante. En el suyo (le recordaba con la pipa en la mano), la boca había sido gravemente afectada. En comparación con él, mi dolencia era casi una caricia de los cielos. Hoy, después de que se haya ido a la injustísima edad de 65 años, y después de ser vencido por un terrible rebrote que él se temía, me quedo con el cura valiente que fue toda su vida y con aquellos pequeños ratos en el jardincillo parroquial. A ambos nos había acogido el cura de San Pedro, Javier Gómez Cuesta, un hombre verdaderamente sabio y generoso que acaba de escribir una hermosa semblanza del Peque.

Pero hay días en que algo se emperra en que todo vaya a peor. Camino del funeral del Peque, en la parroquia de Santa Olaya de Gijón, fallecía en un accidente el sacerdote Enrique Álvarez Moro. Hombre de buenísimo trato, profesor en el Seminario y apreciado párroco de Turón se fue a la todavía mucho más injusta edad de 41 años. Dejado en su natural progreso hubiera alcanzado la excelencia sacerdotal, como lo hizo "el Peque", que además todavía nos hubiera dado años de magnífico servicio a la comunidad. No ha podido ser en ambos casos. Señor, ten piedad.

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