El carnaval

Un espectáculo circense

Javier Batalla

Javier Batalla

Don Julio Caro Baroja manifestó que el "carnaval es inseparable de la Cuaresma que es el contraste o contrapunto a este tiempo de penitencia": que vivan los jolgorios del carnaval, ahora que vivimos atrapados en las urnas en campaña permanente al más puro populismo animado por los mesías y algunas organizaciones políticas y no tan políticas donde los notables lo celebran como espectadores circenses permanentes. Ya conocemos que es más fácil disfrazarse de progresismo que ponerse a reflexionar.

¡Ese viscoso y resbaladizo producto llamado populismo!

Sin embargo, el regocijo que acompaña a esta conmemoración no siempre fue así de abierto. Nuestra nación había dejado de festejarlos desde 1937, en que fueron interrumpidos por la Guerra Civil, para pasar a ser proscritos después por las autoridades competentes, como había sucedido antes, pues cuando los poderes eran absolutos se prohibían algunas alegrías y cuando llegaba a palacio algún rey dispendioso se levantaba el rigor: los carnavales están unidos siempre a la ciudadanía en todos los tiempos con democracia y sin ella. Celebrémoslo como celebramos el placer y la amistad y sintámonos invitados a la fiesta.

Es frecuente la tendencia de algunos a invadir el espacio de nuestras libertades individuales con su punto de mira puesto en desviarnos de nuestro objetivo, y desde sus tribunas pregonan algunos "loritos y rufianes" un batiburrillo con más palabrería que sentido común, exento de todo rigor que les autorice a imponernos cuándo o cómo debemos de guiarnos en nuestras vidas –es la vuelta de la tuerca– a base de ocurrencias impartidas en esta "nueva normalidad" –dicen– que no deja de ser un sinónimo de otra estulticia donde se asienta la estupidez contemporánea.

Algunos representantes de la supuesta "nueva política" deberían aplicar aquella máxima de Mark Twain, humorista estadounidense, de "el hombre es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir".

¡Hay excesiva indolencia en el puesto de mando!

En 1977, el año de la ruptura, se levantó la veda, se rompieron cadenas que pesaban sobre la tradición carnavalesca española y llegaron los festejos con un arranque entusiasta. La alegría, que es inherente a la fiesta de Carnaval, tenía más motivos que nunca para mostrarse en las plazuelas y callejas derrumbadas y barriobajeras; en los sofisticados escenarios, sobre las pistas de teatros y casinos, en los más hermosos paseos y praderas, por las libertades democráticas recuperadas. Así empezamos buscando en el fondo de los viejos baúles trapos para componernos con los más lucidos atuendos. Era la fiesta del jolgorio del pueblo y de las libertades populares y no populares de aquella España que se parece muy poco a la de hoy. La política era otra cosa y poco tenía que ver con esto de ahora –sobran consignas y faltan ideas.

¡Algo no funciona cuando se ha puesto por montera el todo vale!

El Carnaval no es ya el que en otro tiempo le proporcionara su contenido religioso. La Iglesia Católica siempre consideró que se trataba de una fiesta tolerada, pero no aceptada desde el punto de vista de la moral cristiana. Distanciados ahora de aquellos años en que, como recordará el antropólogo Caro Baroja "había tal gazmoñería que parecía que nos habíamos hecho todos sacristanes", los carnavales sirven como vehículo de encuentro colectivo, precisamente cuando estamos asistiendo a una irresistible ascensión de lo privado, pero ya se sabe que en definitiva el carnaval es un desahogo, un viaje, una aventura con disfraz y careta.

Así pues, cuando un año más el carnaval llama a nuestra morada, la imaginación, la desinhibición y alegría natural de la gente bien educada tienen autorización para adueñarse de la calle. Pocas armas resultan más eficaces que el humor y la irreverencia.

De la felicidad de cada uno es cada uno quien debe ocuparse.

Ángel Antonio Mingote, reputado humorista gráfico, escritor y académico, resumió en uno de los pregones carnavalescos de la Villa y Corte de Madrid con una expresión de buenos deseos "a ver si con el entierro de la sardina le damos tierra también al rencor, el odio y la violencia. Y no olvidemos que cuando nos quitamos el disfraz de carnaval simplemente lo cambiamos por otro".

No temamos aparecer como realmente somos y celebremos estos momentos de alegría callejera, que si durante lejanos años significaron para el pueblo el preludio del recogimiento místico, han de servir –una vez más– como termómetro de las libertades de estos otros tiempos de jolgorio y disfraz donde falta pedagogía democrática y la desmemoria y el sectarismo desfilan juntos.

¡Echamos de menos aquella España cuando nos reíamos más de nosotros mismos!

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