Un gobierno a prueba

La eterna cuestión territorial, en el centro de la política

Óscar R. Buznego

Óscar R. Buznego

Las relaciones del Gobierno con los partidos nacionalistas, la concesión de una amnistía y los pactos firmados por el PSOE para la investidura de su líder han atizado de nuevo el problema territorial en España. De los contenciosos históricos que jalonan la transición de la sociedad española a la modernidad, éste es el único que aún no hemos conseguido estabilizar. El Título VIII de la Constitución es el que ha suscitado más controversia y mayor disconformidad desde su misma redacción. La polarización en torno a la cuestión territorial se solapa, cierto es que sin ajustarse de un modo perfecto, con la división entre la derecha y la izquierda. En los últimos años han aparecido partidos que se ubican en los puntos extremos de la línea que conecta el centralismo con el separatismo, como es el caso de VOX y Junts. El asunto ha desatado una reacción social en todo el país nunca vista, equiparable a las manifestaciones por la independencia celebradas en Cataluña durante el procés. El nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, frente a frente, vuelven a ocupar el centro de nuestra vida política.

La última encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, realizada durante las negociaciones, de admirables factura técnica y presentación pública, registra una insatisfacción generalizada con el funcionamiento de la democracia entre los catalanes, que consideran las relaciones de Cataluña con España su primer problema, los políticos el tercero, y en su mayoría abogan por cambiar la Constitución. A la espera de que el CIS se apresure a formular preguntas que son urgentes a todos los españoles, el momento político es tan complejo que resulta difícil calibrar las consecuencias de la investidura. Solo al cabo de un tiempo, quizá largo, puede que breve, sabremos si ha provocado un desastre o ha abierto una vía a la solución, transitoria o definitiva, del problema. Pero la España que se dibuja en los pactos de la izquierda con los partidos soberanistas desfigura el estado autonómico diseñado en la Constitución, al otorgar a Cataluña y País Vasco un estatus político diferenciado y muy superior al resto de comunidades autónomas, a un nivel similar al de estados confederados. El PSOE, por ejemplo, se compromete a no impulsar modificación alguna de la ley electoral, ahora que se está estudiando la fijación de una barrera mínima en las elecciones europeas, sin el acuerdo previo del PNV.

La coalición gubernamental, descosida en su flanco izquierdo, llama al reencuentro. Pero los nacionalistas no quieren oír hablar de hacer contrición, perdón, arrepentimiento, lealtad constitucional, ni nada parecido, y enarbolan sus demandas, que confluyen todas en el reconocimiento de sus respectivas naciones, paso previo del que se deduciría como lógico corolario el ejercicio de la autodeterminación. Hay quien piensa que el procés fue una pantomima y que la petición de un referéndum y la independencia es un farol, pero no deberíamos caer en el autoengaño. En ese caso, habría que terminar con el juego cuanto antes. La política española no está para bromas. Ya vemos que a muchos españoles los pactos no les hacen mucha gracia. Sin embargo, la celebración de una votación ilegal, los hechos posteriores y la insistencia en sus objetivos indican que la apuesta es seria y las circunstancias propicias para al menos conquistar algunos logros que sean irreversibles.

En un alarde de sinceridad, sin renunciar a nada, Junts ha decidido explorar, y explotar dijo Puigdemont, la ruta abierta por el Gobierno. El PSOE ha aceptado seguirle. Consciente del peligro que corre de que la aventura se convierta en una trampa, no oculta los nervios. Son incontables las veces que en el debate de investidura Pedro Sánchez atacó al PP muy seguro de sí, pero en sus réplicas a los máximos reclamos de los nacionalistas su voz se notó temblorosa y dubitativa. Los pactos obligan al Ejecutivo a negociar la distribución del poder del Estado con partidos y gobiernos de Cataluña y el País Vasco. Produce inquietud que los independentistas tengan un plan de actuación definido con precisión, mientras ni el PSOE ni el presidente del Gobierno hayan dado a conocer el modelo territorial que van a defender en las negociaciones, de las que deben salir pronto resultados tangibles.

La sociedad española ha respondido siempre a las pretensiones catalanistas que ha juzgado excesivas. Está sucediendo una vez más. La expectativa de los acuerdos ha movilizado a los nacionalistas catalanes y vascos, y a los españoles, en dirección contraria. El PSOE ha optado por formar un bloque con los independentistas, pero el Gobierno se debe en primer lugar al interés de los españoles. Lo haya sido o no en las negociaciones para la investidura, a Sánchez le llega una oportunidad inmejorable para demostrar que es un político responsable. Sabe bien que mientras trate de forma tan desconsiderada y le niegue la palabra al PP no habrá distensión en la política española. La polarización puede ser un buen negocio para los partidos, pero no para los ciudadanos.

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