Opinión

¿Mentir está en nuestros genes?

La credulidad nos ha dado la cultura que nos hace tan fuertes, pero contiene el engaño, que aprendemos muy pronto

En nuestros genes está la tendencia a la credulidad. Sin ella hubiera sido imposible la transmisión de la cultura. El niño cree lo que dice sus padres y educadores. De esa manera, con poco esfuerzo, adquiere el saber acumulado por esa sociedad que sería imposible de conseguir por su cuenta. Es la cultura lo que nos hace fuertes, tan vulnerables como somos físicamente.

En la azarosa evolución, un ser apostó por las potencias del alma: memoria, inteligencia y voluntad. Y tejió una red protectora que nos hizo posibles. En la mayoría de las especies los genes trasmiten rasgos físicos que hacen al individuo capaz de vivir y reproducirse en ese medio. La del ser humano es una estrategia diferente. Estamos conformados de manera que nuestro cerebro, mientras madura, absorbe una información que sería inútil que residiera en los genes porque solo si la adquiere del medio puede superar su fragilidad. En vez de invertir en garras, alas, poderosas mandíbulas, el repetido azar de las mutaciones dio con un modelo de especie que no nace equipado para la vida sino con la irrenunciable capacidad de aprendizaje. De ahí esa necesaria tendencia a la credulidad. No es totalmente exclusivo del ser humano pero ninguna especie como en la nuestra. Y en la credulidad está el engaño.

Los niños aprenden pronto a mentir. Algunos teóricos suponen que ocurre cuando se dan cuenta de que los demás no pueden leer su pensamiento. Porque mentir es decir lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa. En mi opinión, lo mismo que para creer, estamos dotados, precodificados, para mentir. Y lo hacemos. A Nietzsche le sorprendía el misterioso impulso a decir la verdad.

El engaño es una estrategia de supervivencia extendida en la naturaleza. Hay plantas que simulan ser otra cosa y nadie como el camaleón. Ante el enemigo, los seres vivos adoptan diferentes estrategias, una puede ser simular que está muerto, lo que en el argot del estrés se denomina congelarse. Otras veces se presenta como un ser terrible, amenazador cuando todo es incendio de teatro. Ellos, creo, no sabe que lo están haciendo, no eligen presentarse así, actúan automáticamente movidos por las circunstancias.

Nosotros elaboramos nuestras mentiras, planeamos los engaños, sabemos lo que estamos haciendo. Engañar y mentir está en nuestra naturaleza, como lo está el rechazo a lo diferente, a los que no son como nosotros: todos somos racistas, todos somos xenófobos. Si no se reconoce esa tendencia natural a confiar en nuestro grupo, y desconfiar del otro, del diferente, nunca podremos superarlo.

Confiamos porque estamos diseñados para ello, para así absorber la cultura. Nuestra visión del mundo está filtrada, deformada, por esos saberes y creencias que adquirimos, a nuestro pesar.

Tenemos que aprender a entender a los otros, a los que se educaron en otras culturas, a los que tienen otras herramientas para manejar el mundo. La religión quizá sea el mejor ejemplo. Se admite como un saber incuestionable, no pocas veces revelado. Pero no solo no es universal, por tanto, falible, sino que las prescripciones de una pueden estar en conflicto o confrontación con las de otras. Las consecuencias las vivimos en este siglo todavía.

El engaño convive con el ser humano desde su origen. Engañan tradicionalmente los médicos cuando el paciente sufre una enfermedad mortal. Porque no saber puede ser un alivio. Cuándo y cómo decirle al enfermo lo que le ocurre no es fácil. En España se ha tendido a ocultar ese luctuoso saber que se deposita en la familia. Eso está cambiando.

El enfermo es propietario de su enfermedad y tiene derecho a conocer su pronóstico y cómo los tratamientos lo pueden modificar; y a que coste: cuánto esas actuaciones van a deteriorar su salud. El tacto y la experiencia guían al clínico en ese complicado camino de compartir el conocimiento sobre la enfermedad, sus consecuencias y estrategias de abordaje.

Hay profesiones que precisan el engaño para sobrevivir. En EE UU se dice que eres más mentiroso que un vendedor de coches usados. Quizá porque para venderlo tienen que exagerar sus bondades y ocultar sus defectos. Es solo un coche o una moto y no siempre sale mal. Más inquietante es la fama de mentiroso del político porque en él depositamos nuestra confianza y muchos de nuestros asuntos. Si como argumento mentir está en nosotros, estamos equipados para convivir con nuestras mentiras.

Ronald Reagan negaba, con esa voz y esa mirada de ser buena y fiable persona, que había intercambiado con Irán armas por prisioneros. Se descubrió que mentía "pero mi corazón y mis mejores intenciones siguen diciéndome que es verdad (que no hice ese intercambio) aunque los hechos me dicen que no lo es". El territorio de las emociones como juez supremo.

¿Había mentido el político que en el transcurso del tiempo cambia de postura? Nuevos saberes o nuevas circunstancias pueden, y muchas veces deben, hacernos cambiar de opinión. También a los políticos. Corresponde a los ciudadanos juzgar si el cambio está justificado y les favorece.

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