Opinión

En medicina, no hacer es lo más difícil

La tensión entre ofrecer la mejor atención sanitaria controlando el coste y un exceso de pruebas que puede resultar perjudicial

El economista Baumal desarrolló hace unos años la tesis de la enfermedad del coste en un libro con ese título. La idea que trata de demostrar es que hay dos tipos de bienes y servicios, aquellos cuya producción se puede automatizar, por tanto, cada vez costarán menos, y los que dependen del capital humano, cada vez más caro. El mejor ejemplo de los primeros es el Ford T. Su dueño, con sus ingenieros, diseñó una tecnología para reducir la mano de obra y acelerar la producción. El mejor ejemplo de lo segundo es la atención sanitaria. Baumal se atreve a decir que en 2105 se llevará el 60% del PIB. Y no le preocupa porque la producción de otros bienes y servicios será tan barato que el cuerpo social resistirá sin inmutarse ese bocado. Le preocupa la distribución equitativa de los servicios.

Las razones para el imparable incremento del coste de la salud son varias. Una importante en EE UU es el salario de los profesionales, sobre todo el de los médicos. En España la proporción del coste del personal sobre el gasto total en salud se ha reducido progresivamente por el crecimiento de otras partidas.

Las sociedades a medida que mejoran en su bienestar y salud necesitan más servicios personales como educación y asistencial social y eso se lleva una buena proporción del gasto del Estado y de las familias. El caso de la sanidad es especial. Yo creo que la factura sanitaria está engrosada principalmente porque el esfuerzo diagnóstico y terapéutico para ganar horas, minutos, a la enfermedad y la muerte es cada vez más caro. Cuando para mejorar la salud basta clorar el agua, vacunar, tratar enfermedades infecciosas, con moderadas inversiones se consiguen grandes beneficios. Pero a medida que se resuelven los problemas de fácil y eficaz solución, van apareciendo otros más complicados de reconocer y mucho más difíciles de tratar. Por eso, y porque se ha desarrollado la ciencia y la técnica, ha aparecido una sofisticada y cara tecnología diagnóstica y la farmacopea ha alcanzado los entresijos del organismo con diseños muy finos y onerosos. La realidad es que la factura de la tecnología y sobre todo, de los medicamentos de uso hospitalario está desbocada, aquí y en cualquier país del mundo independiente de su riqueza. La verdad es que aportan muchísimo bienestar en algunas enfermedades crónicas. En otras su coste es difícil de justificar. Pero basta que hayan demostrado eficacia frente a los tratamientos anteriores, una eficacia que se puede traducir en unas semanas más de vida, para que la industria farmacéutica presione para introducirla, los profesionales la consideren un avance imprescindible para tratar a sus enfermos y los pacientes y familiares la exijan. Con argumentos basados en el coste por año de vida ganado ajustado por la salud se puede frenar su incorporación. Durante un tiempo. Al final, por una vía u otra, con mayores o menores restricciones efímeras, estará disponible en el sistema público.

Lo que se espera del sistema sanitario es la cobertura universal. Otra cosa es qué servicios están cubiertos. En los países con ingresos bajos intentan mediante acuerdos limitar la cartera de servicios. Eso mismo hace EEUU con los sistemas públicos Medicare y Medicaid. Como si fuera un seguro, uno puede incrementar las prestaciones pagando una cantidad. También en España la universalización no significa todo para todos. Por ejemplo, la oferta de cribado de cáncer de mama femenino es solo para las que tienen entre 50 y 69 años. Si una mujer de 45 años quiere hacerse una mamografía de detección de cáncer, en teoría no podría, no está en la cartera de servicios. Pero si su médico lo estima conveniente, se hará. Porque el médico tiene esa capacidad de decisión. Esa es una de las batallas que libran los sistemas públicos para controlar el gasto y reducir las listas de espera. Una batalla que choca contra la máxima "no hay enfermedades sino enfermos". En esa compleja y circunstancial relación médico enfermo, introducir limitaciones es complicado. Donde el pagador, sea un seguro o el Estado, exige cumplimentar requisitos para sancionar una decisión médica que no está en la cartera de servicios, se encarece la atención por la burocracia y se producen distorsiones y fallos diagnósticos y terapéuticos que emborronan la estrategia.

La idea que prevalece es mejorar la práctica mediante recomendaciones consensuadas por las partes basadas en el mejor conocimiento disponible. Es lo que se intenta hacer con las guías de práctica clínica y otros instrumentos. Sabemos que se podrían evitar un alto porcentaje de pruebas diagnósticas, que no solo tienen un coste para el sistema y para el individuo, también perjudican a los que sí las necesitan y tienen que esperar a que haya un hueco. Lo mismo ocurre con algunas intervenciones que no añaden salud, más bien la reducen si son innecesarias. Pero, aunque hay amplios consensos, su cumplimiento no es tan amplio. Hacer bien lo que hay que hacer, y solo lo que hay que hacer, debe ser el objetivo. No solo para reducir el gasto innecesario, sobre todo, para evitar la iatrogenia (daño en la salud ocasionado como efecto secundario de un acto médico).

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