Opinión

Relación entre la salud pública y la asistencia sanitaria

La prevención de la enfermedad contempla la sociedad como un ente compuesto por personas, pero es ciega a la individualidad

Quizá la prevención no sea propiamente medicina, si esta se define como el arte, o la ciencia, de curar. Sin embargo, desde que en occidente aparece la medicina como una actividad diferente a la brujería, la prevención estuvo en el centro. Así lo consideraba Hipócrates quién recomendaba una vida higiénica y basaba sus tratamientos en devolver al paciente el equilibrio de su naturaleza.

De cualquier forma, se debe reconocer que la práctica de la medicina preventiva y la salud pública no es exclusiva de los médicos. Prueba de ello es que para ejercerla no se precisa estar colegiado. Solo cuando se prescriben medicamentos es obligado tener una licencia. Eso ocurre en lo que denominamos medicina preventiva clínica, por otro lado, la más común: el tratamiento de la hipertensión, del colesterol, de la prediabetes, etcétera. También cuando se emplean pruebas de detección en sujetos sanos, pruebas que solo un médico puede ordenar.

Toda esa actividad recae en los servicios asistenciales y aunque conviene que estén regulados por salud pública, la realidad es que son los profesionales de cada área (y la farmaindustria) los que definen qué y quiénes son los potenciales beneficiarios de esa actividad preventiva.

La salud pública contempla la sociedad como un ente compuesto por personas, es ciega a la individualidad. Sus acciones buscan elevar la media de la salud de la población que naturalmente es resultado de la suma de la salud de cada individuo.

Un oficial que la vigila mediante la mortalidad no sabe quién pudo haber muerto si no se hubiera ejecutado esa acción. Imaginemos que sea clorar el agua. Sabemos que gracias a ello se evitaron muchas enfermedades y muertes, pero nunca sabremos si determinada persona gozó de más años de vida, y de más salud, gracias a beber agua clorada. Quizá sus resistencias naturales o adquiridas le hubieran bastado, como a tantos antes de introducir la potabilización universal.

Hubo, y todavía quedan residuos, resistencia a la cloración con dos argumentos: nadie tiene que decirme a mí qué agua bebo y la potencial capacidad dañina de los subproductos de la cloración, como son los trihalometanos. Este segundo argumento tiene que ver con algo esencial en la acción pública: todo tiene un coste. Donde la concentración de trihalometanos es alta, se puede atribuir a esta sustancia hasta el 20% de los cánceres de vejiga. Hay más trihalometanos donde el agua tiene más compuestos orgánicos y más cloro residual. El equilibrio es complicado. Se necesita que el agua que circula por las cañerías contenga algo de cloro, el justo para atacar a los microbios que puedan aparecer durante el transporte. No es bueno que haya mucho porque además del sabor y ciertos efectos digestivos, si además hay materia orgánica aparecen los trihalometanos.

La otra cuestión: ¿puede la sociedad, a través del Gobierno, obligarme a hacer, o dejar de hacer, algo, aunque supuestamente sea para mi bien? Es el caso, por ejemplo, del cinturón de seguridad o el casco. En principio, no tiene efectos secundarios, aunque hay estudios que demuestran que esa seguridad incrementa la conducción arriesgada. Y los beneficios, directos, son solo para el individuo, no como la limitación de la velocidad que reduce el riesgo del conductor, de los pasajeros y de potenciales terceros. Por tanto, se hace para proteger exclusivamente al individuo.

La prohibición de producir humo por combustión de tabaco en ambientes interiores se justifica por el daño a terceros. Pero la prohibición de consumo, y tráfico, de otras drogas se justifica por el daño al usuario. En este caso, como el uso de cinturón, la sociedad decide por el individuo lo que es bueno para él y no para proteger a terceros. Lo decide porque desde la salud pública no es el individuo el que enferma, es una parte de la sociedad y su enfermedad, la del individuo, afecta al conjunto, como la enfermedad de un órgano afecta al conjunto. Por eso estamos dispuestos a rescatar al enfermo y ahí es donde el concepto de equidad cobra más significado: dar más al que más lo necesita. Una equidad generosa y ciega porque no abandona al que, contra todas las recomendaciones, eligió, o fue empujado, a comportarse de manera que se puso en riesgo de enfermar. Da igual que haya sido un fumador empedernido, un bebedor desbocado, que se atiborrar de azúcares y grasas y su cuerpo, sobrecargado de peso y exigencias metabólicas, sufriera hasta romperse, no importa que no haya seguido ninguna recomendación de salud pública, ahora, cuando debido a eso y a otras causas más oscuras, está enfermo y necesita ayuda, con el dinero de todos, se pagará su tratamiento.

Así que la salud pública se dirige a la sociedad como un ente, pero también la asistencia sanitaria pública actúa movida por ese principio. La salud se percibe como un derecho cuando la sociedad puede proveerla, no hace más de 100 años. Nacen los sistemas sanitarios públicos, un avance social formidable. Salud pública y asistencia sanitaria son dos caras de la misma moneda.

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