Opinión

¿Y la esperanza?

La crisis política española

A muchos españoles hace tiempo que empezó a echársenos encima la noche, la tristeza, la poca fe y el miedo. Miedo a que tarde en amanecer, en espera de que veamos el punto de luz al fondo del túnel, para sacudirnos del alma la zozobra y el desaliento. Necesitamos, entre tanta podredumbre, recuperar la esperanza para que el pesimismo no se convierta en crónico. No lo merecemos.

Pero esa esperanza que añoramos no se nos va a aparecer espontáneamente, como un milagro. Tenemos que ganarla, recuperarla, porque ya la tuvimos entre todos hace medio siglo. Fue entonces, después de decenios de inestabilidad, confrontación y dictadura, cuando pactamos para evitar los caminos tortuosos, llenos de divisiones, odio y sangre que nos llevaron a un enfrentamiento fratricida, que padecieron nuestros abuelos y nuestros padres. Una tragedia que las siguientes generaciones no vivieron, aunque se beneficiaron de la Transición, aquel momento histórico, tan prometedor, que propuso la reconciliación, la paz política y social. Aún quedamos bastantes testigos.

Pero a algunos les pareció poco, porque ellos prometieron que podrían llevarnos al paraíso, pero nos están conduciendo a la miseria bolivariana. Pero su primer proyecto, engaño tras engaño, fue la división, el encono, la separación con privilegios, la desigualdad y el odio. Y a este camino de la manipulación y la confrontación, tan innecesarias como dañinas, nos llevó el clarividente y primer tramposo, José Luis Rodríguez Zapatero, que aún debe de estar palpándose para reconocerse, porque él sabe, y todavía se pregunta, cómo con su escaso macuto pudo llegar a tanto. Se le reconocen como instrumentos de gobierno el sectarismo y la mala intención, porque se sabe, después de ellos, que para ejercer la presidencia de un Gobierno no se precisa mucho talento, ni preparación, como fue su caso. Solamente se precisa audacia sin freno y un alma repleta de revancha y de afán totalitario. Además, un gran deseo de desacreditar la Transición, porque aquel instante de reflexión no satisfacía sus ambiciones de irredentos. Y los había, y se mostraron entusiastas cómplices de la mentira, de la recuperación de la división, el odio, la amenaza y la manipulación de la Constitución, y de otras leyes esenciales para nuestra convivencia. Y esa carga pútrida y maloliente la tomó en sus manos, con gran entusiasmo, Pedro Sánchez en el arranque de su carrera política, que vamos a ver adónde nos lleva, porque no nos conduce por buen camino. Así pactó, ¡qué vileza!, con todos los declarados enemigos de España borrar sus delitos, perdonar sus traiciones y privilegiar sus cuentas frente al resto de la ciudadanos, sumisos y silenciosos, sin, parece, capacidad de reacción.

Por todo ello es por lo que me pregunto por la esperanza, que es un derecho moral, cuando se nublan los cielos que compartimos, el pesimismo se apodera de los más, para dejar que los menos nos manipulen, manejen y nos pongan al borde del precipicio. Yo espero, como otros muchos españoles, que no nos empujen, que no sea irreversible esta deriva que cada día nos acerca más a Venezuela, modelo de régimen para Rodríguez Zapatero, tan cercano a Maduro y sus cómplices, ejército corrompido incluido. Y para dejar hacer y no enterarse de cómo degrada al país, según su programa, Sánchez toma su Falcón y pasa en el aire, como un fugitivo, muchos días de su tiempo de «gobernante», y saltando de país en país, auténtico saltamontes, para no comparecer en el Parlamento a enfrentarse a las verdades, necesidades y aspiraciones del país.

Pedro Sánchez ha secuestrado a los españoles en beneficio de todos los que conspiran, de un modo o de otro, contra España: los independentistas, los golpistas, etarras, malversadores, ladrones, estafadores, arribistas, asaltantes de las leyes y quienes atropellan la verdad y la Historia. A cambio de todos los regalos a tan malditos beneficiarios. Sánchez satisface sus desmedidas ambiciones con el Falcon y el sillón. Cubren, por ahora, sus aspiraciones, tributo a su soberbia y a su afán de excluir, y laminar, si pudiera, a todos cuantos se oponen a tan miserables objetivos.

Y, como tantas veces, me hago la misma pregunta: ¿y la esperanza? Esa esperanza a la que tiene derecho un pueblo que, por ahora, espera en vano. Todos los españoles deberían hacerse esa pregunta, como riguroso examen de conciencia, para sacudirse el peso que soporta su alma. Pero tengo la certeza, no una ilusión vana, de que cambiará, tiene que cambiar, el viento y de que nos amanezca el día de sacudirnos esta pesadilla. Los españoles aspiran fervientemente a que se acabe pronto esta angustia para dejar atrás tanta miseria y recuperar el camino común.

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