Opinión | Más allá del Negrón

La muerte de un cementerio

El camposanto de El Entrego, a la deriva tras el cese de actividad de la empresa adjudicataria

Nichos en el cementerio de El Entrego.

Nichos en el cementerio de El Entrego. / Fernando Rodríguez

Sigo con mucho interés, desde la distancia, el espectáculo que se ha montado en torno al cementerio de El Entrego. Los muertos, los muchos muertos que allí descansaban, deben de estar revolviéndose en sus tumbas. Nunca pudieron imaginarse en vida que acabarían siendo un estorbo que se quieren quitar de encima la empresa que regentaba el camposanto –ya cesó su actividad el lunes– y el ayuntamiento que debiera responsabilizarse.

Todas las culturas respetan a sus muertos. No sólo las religiosas. Incluido el ateísmo comunista, que juzgó y fusiló a Dios, sigue preservando la momia de Lenin en la plaza Roja de Moscú. En Cuba sigue siendo lugar de peregrinación el mausoleo de Santa Clara, donde, según las autoridades cubanas, descansan los restos del Che. En España, el franquismo construyó el Valle de los Caídos a mayor gloria del régimen. Aún hoy, centenares de muertos de la Guerra Civil no han sido rescatados de cunetas y fosas comunes para recibir una sepultura digna. Todas las sociedades, civilizadas o no, han delegado en sus dirigentes la responsabilidad sobre el destino de sus muertos, al igual que facilitar las necesidades mínimas a los vivos.

Denominaba espectáculo el conflicto desatado en torno al cementerio de El Entrego, porque resulta impúdico hablar en términos mercantilistas sobre el destino de nuestros fallecidos. El recuerdo de nuestros muertos no tiene precio. Pues aquí no solo se ha puesto un precio al cementerio, sino varios, como si de una subasta se tratara. Para el Ayuntamiento, el cementerio de San Andrés vale 74.284 euros. Para La Solana Asturiana –así se llama la empresa concesionaria de su explotación–, 489.284 euros. Finalmente, una ingeniería considera que el cementerio corre serio peligro de derrumbe y que se precisan 800.000 euros para repararlo.

Aunque criado en El Entrego, mis muertos más próximos no están enterrados en su cementerio. Los restos de mis abuelos descansan en su lugar de procedencia: Cocañín y Suares, cuyos cementerios, pese a su antigüedad, supongo que seguirán existiendo. Los de mis padres, tras años y años de pagar a la Previsora Bilbaína, están esparcidos en algún lugar, probablemente de forma ilegal, ya que pertenecen a la generación de la incineración y la urna de las cenizas. Ni mi hermano ni yo somos de los que quieren a toda costa ser enterrados en su lugar de procedencia, así que no creo que acabemos en El Entrego.

Sin embargo, para mí el cementerio que ahora parece que se quiere dejar morir constituye uno de los recuerdos más vivos de mi infancia. No es especialmente bonito, como puede ser el de Luarca, pero esa mancha blanca en la montaña ofrece una peculiar estampa, vista desde el puente de la Oscura, allí engolado en la pendiente del valle, en cuesta, como si estuviera a punto de deslizarse ladera abajo. Tampoco hay panteones ostentosos de grandes muertos ilustres. En la cuenca, los muertos han sido más bien humildes trabajadores. Los "don", ingenieros de las minas, médicos de cabecera o profesores de instituto, solían vivir, y, por tanto morir, en Oviedo o en Gijón.

Desde que tuve uso de razón, las noches de Difuntos en El Entrego siempre me han estremecido. Cuando volvía del cine, camino de la carretera de La Hueria, al cruzar el sobre el Nalón, me sobrecogía, en medio de la oscuridad, la imagen de aquel rectángulo en la ladera lleno de velas titilantes, que se nos hacían almas camino del purgatorio. Se diría que asistíamos a la escalofriante leyenda "El monte de las ánimas" de Bécquer, que es lo que tocaba leer por entonces..

Desconocemos el destino final de ese "corral de muertos", como denominaba Unamuno a los cementerios, ahora cerrado a cal y canto. Pero sabemos que es una carga para el ayuntamiento, que ha intentado eludir su responsabilidad, que ni siquiera dispone de sepultureros –es una profesión con pocas vocaciones–, que sabe que las necrópolis no tienen futuro tras la popularización de los tanatorios y las incineraciones. Y sabemos –también lo dijo Bécquer– que, enterrados o incinerados, los muertos siempre se acaban quedando solos.

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