Qué mejor modo de retomar nuestro viaje por la historia del bergantín «Habana» que a través de un documento de la época. Jaime Álvarez Rivero nos proporciona un fragmento de la carta de un emigrante asturiano en Cuba, en la que relata su primer viaje a la isla caribeña (con el fin de garantizar el anonimato y de no dañar posibles sensibilidades, hemos limitado los nombres a las iniciales):

«Querida madre: Me alegraré que se encuentre bien, como yo, a Dios gracias.

»Sabrá que llegamos bien y que M y yo estamos trabajando en casa del tío R, en el pueblo de Mayajigua.

»El viaje en barco lo pasamos regular. La vida la hacíamos en la bodega y dormíamos sobre una colchoneta en el suelo, y para subir a la cubierta, a la hora del rancho, teníamos que guardar turno. Al poco de salir, ya empezamos a sentir vómitos; yo no comí apenas nada en unos cuantos días. A M el mareo le duró todo el viaje, y el rancho apenas lo probó.

»Lo peor fue en una tormenta que nos cogió unos días antes de llegar y que tuvimos que pasar encerrados con mucho calor y echaos en la cama. Casi todos volvimos a mareanos. El que peor lo pasó fue M, que no comió casi nada en todo el viaje y el sanitario le dio a beber un brebaje que nos dijo que era agua de láudano, y que sabía a rayos, pero, gracias a Dios, resistió hasta llegar. Pero yo bien creí que se nos moría sin ver Cuba. Yo llegué bien, pero M parecía un difunto. Esto no se lo contéis a B, su madre, para no disgustarla, pues ahora ya le pasó todo y está bien de salud y trabajando.

»Al poco de llegar al puerto, el tío R vino a buscarnos para traernos al pueblo, donde ahora estamos trabajando y con salud.

»Madre, diga-y a mi hermana F que me acuerdo mucho de ella y que (É)».

Como podemos ver por la carta, las travesías a América en el siglo XIX podían llegar a convertirse en verdaderos calvarios.

El viaje a través del océano Atlántico estaba condicionado a los vientos más o menos favorables, de modo que la travesía podía durar desde un mes, en el mejor de los casos, hasta dos meses y medio, en el peor. Una vez llegados a La Habana, los pasajeros tenían que pasar varios días de internamiento preventivo en una estancia del puerto, durante los cuales eran sometidos a reconocimiento médico. Una vez superado éste, los parientes o amigos establecidos en la isla debían presentar un aval por el cual se hacían cargo de los pasajeros que habían sido requeridos en la carta de reclamación, citada en nuestro anterior artículo. A continuación, las autoridades coloniales facilitaban a los emigrantes una carta de residente, conocida como la «cédula», que les permitía establecerse legalmente en la isla.

Los emigrantes que, transcurrido un cierto tiempo, no eran avalados por ningún residente, acababan siendo acusados de intento de emigración ilegal, con la consiguiente repatriación forzosa a cargo del Estado. Esto podía conllevar una pena de cárcel o bien un servicio militar extremadamente largo, ya sea en España o en alguna de las colonias. Ante esta situación, la picaresca no estaba ausente, pues había quien se aprovechaba de las circunstancias para ofrecer el aval a algún inmigrante y conseguir así mano de obra barata y sometida a la explotación laboral. En estos casos, el avalista con frecuencia se quedaba con la cédula para evitar que el trabajador pudiese cambiar de patrón.

Una vez instalados legalmente en Cuba, en ocasiones, las esperanzas de hacer fortuna acababan frustrándose, pues lo cierto es que la riqueza no iría a parar sino a manos de unos pocos privilegiados. La mayoría se tenía que conformar con subsistir. Algunos acabarían regresando a España y otros formarían una familia en la isla y se quedarían para siempre.

La primera arribada del bergantín «Habana» a Ribadesella tuvo lugar en 1862. Desde el momento en que alguien avistaba las velas del «Habana» en alta mar, la gente acudía a la Grúa a recibirlo. Frente a la playa de Santa Marina, varias embarcaciones a remo salían para abordar el barco. La trainera del gremio de mareantes lo atoaba hasta la bocana del puerto, donde era remolcado en sirga hasta su fondeadero en el muelle.

Para el remolque se utilizaban como puntos de apoyo para los cabos de la sirga los llamados «rulos de retorno», esto es, pilares cilíndricos de piedra que aún hoy existen en el paseo de la Grúa, en los que se observan las marcas provocadas por el roce de los cabos. Asimismo, parte del paseo de la Grúa presenta un empedrado de cantos rodados que fueron colocados para favorecer el apoyo en el tiro de los bueyes.

El fallecido cronista local Guillermo González (en un tiempo, emigrante en Cuba) describe así la arribada del bergantín: «La Grúa era un hormiguero humano: en todos los rostros se reflejaba una dulce alegría, y especialmente en aquellos que vieron a sus deudos partir un día hacia el país lejano, y ávidamente veían que era una realidad que los seres tanto tiempo añorados muy pronto volverían a estar en sus brazos».

Si a la ida los viajeros tenían que someterse a un examen médico en los muelles de La Habana, también al volver tenían que pasar un reconocimiento médico y una desinfección general en la estación sanitaria del puerto, ubicada en lo que hoy es el Centro de Formación del Consumidor, al final de la Grúa.

A la noche, en honor de los viajeros y la tripulación, se celebraba la arribada del «Habana» con una animada verbena en la llamada Alameda, donde hoy se encuentra el Colegio Público Fernández Juncos. Oigamos de nuevo la descripción de Guillermo González: «En estos bailes, la animación era grandísima. Había que ver a las viejitas que acudían a presenciarlo, muchas de ellas luciendo refajo colorado, que algunas sujetaban con tirantes; los forasteros; los americanos, de traje blanco y jipi; la tripulación del barco, las hermosas riosellanas y todos los chiquillos del pueblo, como siempre, haciendo alguna diablura (éstos, tanto a la llegada como a la salida del bergantín, tenían dos días sin clase)».

Tampoco faltaban en estos casos las populares habaneras alusivas a la vuelta del «Habana»:

Esta noche en la Alameda

hay un baile de candil

que lo pagan los marinos,

los marinos del bergantín...

Y también:

Anoche, en la Alameda,

los marineros del bergantín

cantaban una dancita,

una dancita que decía así:

Dame un besito,

dame un abrazo,

que a mí me gusta

tu fino trato.

Dame un abrazo,

dame un besito,

que a mí me gusta

tu cuerpecito.

Anoche los marineros

los marineros esos del ros,

ofrecían corazones,

plata y doblones y qué sé yo.

El día 1 de octubre de 1872, el bergantín «Habana» realizaba su última singladura a Cuba desde Ribadesella, un viaje que sería el preludio de su fin. A su retorno, durante un tiempo fue utilizado como barco de cabotaje para transportar sal, pero la competencia de los vapores acabaría siendo despiadada con los veleros. Finalmente, el 25 de abril de 1875, este bergantín tan arraigado en la vida riosellana fue vendido para desguace, y, unos días más tarde, era remolcado a Gijón para terminar allí su corta pero intensa vida de navegación.

Jaime Álvarez Rivero comenta que «lamentablemente, no se ha conservado ninguna reliquia como testigo de su memoria, ni la campana de a bordo, ni la caña del timón, ni siquiera un simple trozo de madera de las amuras». Así pues, sólo nos quedan retazos de la impronta dejada por el bergantín «Habana» en esta villa, verdadera «belle epoque» en la historia de Ribadesella.

Pero el recuerdo de este entrañable velero nunca se perdería. Por el contrario, desde entonces forma parte de la vida del pueblo, ya que, poco tiempo después de su desaparición, se concedió al bergantín «Habana» el honor de figurar en el escudo oficial de Ribadesella. En 1892, el Ayuntamiento riosellano convocó un concurso de bocetos para el escudo; el presentado por los funcionarios municipales Francisco Gutiérrez y David Alonso fue seleccionado, y desde entonces el bergantín «Habana» comparte con la Cruz de la Victoria el blasón de Ribadesella y su concejo.

De este modo, al ver nuestro escudo, los riosellanos podemos imaginarnos los multitudinarios bailes que celebraban las partidas y arribadas del bergantín, el bullicio de forasteros pululando por la villa, los remolques a la sirga por el paseo de la Grúa, la trainera del gremio de navegantes atoando el velero hacia alta mar, los pañuelos despidiendo a familiares y amigos, las muchas lágrimas derramadasÉ

¡Romántica estampa donde las haya!