De Oviedo a Puerto o Soto de Ribera, hacia Peñerudes, Pedroveya, La Rebollá, Puerto de Andrúas y Bermiego. Esa era la ruta que, a pie o a lomos de caballería, seguían los quirosanos, desde sus apretadas tierras, en una y otra dirección, hasta la capital del Principado, para mercadear con el ganado.

Los quirosanos, a causa de los excelentes pastos que disponían, eran destacados criadores de vacas, caballos, mulas, ovejas y cabras. Así como productores de sus derivados: leche, manteca y queso. Incluso vendían productos hortícolas, además de solucionar cualquier otra necesidad en la antigua corte ovetense.

Sobrepasada la primera mitad del siglo XIX, el ingeniero francés Gabriel Heim construyó la carretera que atraviesa el concejo, paralela al río Quirós. Es la que hoy conocemos como AS-229, que desde Trubia, por Proaza, se dirige a Bárzana. En el intermedio tropezamos con el embalse de Valdemurrio, que a poco que la luz ayude, ofrece una estampa preciosa de cielo, nubes, montes y casas de Las Agüeras reflejándose en su superficie.

Unos kilómetros más allá la QU-6 nos alza hasta el pueblo de Bermiego. ¿Qué quieren que les diga? La verdad es que se ubica en un entorno de ensueño. Un túnel vegetal, tan cambiante de tono y luminosidad como las estaciones del año, marca el inicio entre enhiestos castaños y abre paso a huertas y pastizales de los caseríos de Carrexa, La Nogal, La Linar y La Gramiza. La panorámica se revela inmensa a medida que vamos tomando altura.

Este incomparable paisaje enamora. Bermiego se recuesta en la ladera suroeste de la sierra del Aramo y se mira en la del Gorrión, con el Pico Mayor elevándose orgulloso al firmamento o escondido entre espesa neblina. No sé la razón, pero caminar por sus callejuelas entre aquel apiñado corrillo de vetustas casas, cubiertas con techumbres de tejas alomadas, formando entre todas un complicado puzzle en el que todas las piezas contienen un alto grado de belleza, me traslada a la Edad Media.

Vemos edificios de una y dos plantas en los que destacan variados tipos de galerías, corredores y balcones de torneada madera, colocados a haces o volando sobre fachada, la mayoría con barandillas abiertas de balaústres. Aunque algunos no resisten el paso de los años y están medio en ruina, aún sobrevive un buen número de hórreos y paneras que hermosean los barrios del pueblo. Bajo su estructura, entre sus pegoyos, se almacenan antiguos utensilios del campo que jamás deberían perderse. Al final son memoria vívida de una época. Porque todas las criaturas vivas son merecedoras de cariño. Cada vez que paso al lado de lo que antaño fue su morada me acuerdo de él. Su pérdida ha mutilado el recuerdo. Para mí era otro más del pueblo. Que nadie se moleste por la comparación cuando digo que representaba lo mismo que el saludo. La presencia de aquel enjuto anciano, al que, por cierto, hace un tiempo no veo, de menudos y vivarachos ojos, tierna mirada, tez rugosa, canoso y tímido bigote, tocado con polvorienta boina escorada a babor, sentado en un banco de renegrida madera ante el dintel de su casa, al resguardo de la fría brisa, con las callosas y grandes manos, que solo el duro trabajo de la tierra proporciona, apoyadas sobre el cayado, y lo que resta de un ensalivado pitillo liado a mano, apagado, sujeto entre los labios mientras, en la intimidad del pensamiento, rememora amables retazos que a veces acompaña con un monólogo entre dientes.

Y cómo no voy a echar de menos al señor de los bosques, al árbol real, al dios de la lluvia y el trueno; a aquel que llamaban "rebocho" cuando era un Quercus robur, ¡todo un señor "carbayu"! Nunca le importó, la nobleza la llevaba en la savia, el título de Monumento Natural que sin pedirlo le otorgaran no le tornó altanero; para nada se vanagloriaba de haber visto nacer el pueblo.

Eso sí, despiadados fueron sus últimos años, cercenadas sus mejores ramas, los nudosos muñones a la vista, castigado por los rayos y el fuego, maltratado por los humanos hasta que, no vencido sino cansado de malvivir, se dejo llevar. Ya los mozos no cantaran a la vuelta del cortejo:

A la sombra de aquel roble

di palabra a una morena.

El roble será testigo

y ella será mi cadena.

Con su desaparición huérfana quedó la ermita de San Antonio, a la que el mismo roble había apadrinado, allá por 1790: "Hízose siendo cura de esta parroquia don Manuel Garzía Ceballos". De proporciones muy alargadas da cuenta, a través de ella misma y de los años a cuestas, de diversos añadidos. El presbiterio, con el arco de triunfo de sillares, es lo más importante; destacando, asimismo, los contrafuertes y el pórtico situado a los pies.

Ya vislumbramos el "Teixu l'Iglesia", aunque vista la importancia de uno y otra-perdonen el juego de palabras- debería de denominarse como la "Iglesia l'Teixu". No es que la iglesia esté mal, pero qué quieren que les diga si la sola presencia del tejo anula cualquier otra, por hermosa que aquella sea.

El templo, dedicado a Santa María, no señala escuela, es de características y tamaño similares a otras del concejo y de la región. Se puede datar a finales del XV o comienzos del XVI. De nave única cubierta con madera a dos aguas y espadaña de un vano; el presbiterio de planta rectangular. La portada o entrada principal, situada a los pies, deja ver un arco de medio punto formado por dovelas muy desarrolladas.

El pórtico, que se encuentra al frente y en la fachada oeste, está sustentado por columnas de madera y sus respectivas zapatas, abierto en parte y cerrado de obra en el resto. En su interior conserva la tribuna de madera y un mueble que en su parte baja sirve de confesionario y en la superior de púlpito. Además contiene una serie de imágenes, probablemente, algunas de origen medieval.

A nadie se le ocurra visitar Bermiego y no acercarse a conocer al ser vivo más importante del pueblo, el árbol de la vida y de la muerte: el Teixu l'Iglesia ¿Plantado en un lugar sagrado o por serlo él mismo la iglesia fue edificada a su vera? Es difícil de precisar cuando nos estamos refiriendo a un tejo quizás milenario; a una criatura firme y dura como un yunque de hierro, de lento crecimiento y gran longevidad.

Escribió Lucio Anneo Floro, a propósito de la guerra de Astures y Cántabros contra Roma: "Cuando los bárbaros se ven reducidos a extrema necesidad, a porfía, en medio de un festín, se dieron muerte con el fuego, la espada y el veneno que allí acostumbraban a extraer de los tejos. Así la mayor parte se libro de la cautividad, que parecía más dura que la muerte a quienes hasta entonces no habían sido sojuzgados".

Salvo los llamativos frutos rojos de pulpa carnosa que envuelven la semilla, que debemos desechar por su toxicidad, el resto, hasta la savia, es venenoso. Por ello nada tiene de extraño que a este árbol de porte mediano, propio de bosques colinos y montanos, con hojitas perennes, las maduras de color verde oscuro y brillante en el haz, que llegan a permanecer en él entre tres y ocho años, tronco corto y grueso de color pardo grisáceo, profundamente arrugado verticalmente, ramifica profusamente a escasa altura, ostenta una amplia copa y lo mantiene en pie, hasta en los lugares más escarpados, un perfecto sistema radicular. Crece en bosques de robles, abedules y hayas en umbrías, profundos valles y desfiladeros.

Bajo su enramada los vecinos se reunían a concejo para decidir el devenir de las aldeas. Tal vez los de Tarrío y Llanos, los dos barrios que conforman Bermiego, buscaron ese lugar equidistante para dictar sentencias y normas. Nada tiene que ver, yo tengo un amigo que confía plenamente en tejos y robles. Tanto, que sale a correr por el monte y cuando siente cansancio se abraza a los mejores ejemplares que encuentra para, como él dice, "chuparles energía". No lo sé, aunque él afirma que haciéndolo carga las pilas.

Taciturnos, sombríos, misteriosos, insondables, esbeltos; seres que en sí congregan alma y emoción; venerables patriarcas para los que no existen las estaciones, ausentes y presentes de pasado y futuro que, entre su especie, atesoran la historia de la humanidad y encandilan con su magia. Esta es la cultura del teixu. No puedo finalizar sin transcribir un delicioso pensamiento y una acertada definición de Rabindranath Tagore: "Cual si fueran anhelos de la tierra, los árboles se ponen de puntillas para asomarse al cielo".