Una vez hubo gente y algarabía en La Paranza. El día del baile ponían una gramola en un salón y venía gente de todas partes. Estaba lleno de niños y la escuela funcionaba. Ahora, es un edificio destartalado, donde ya no quedan ni los cristales de las ventanas. Carmina Taberna la señala: está justo a su espalda. Pasaron por ahí cuatro maestras cuando ella era niña, una de Tiñana, dos de Oviedo y otra de Tudela Veguín. Luego, el colegio cerró. Y año tras año y fallecimiento tras fallecimiento se convirtió en la parroquia de Siero con menor número de habitantes: 10 personas, 4 hombres y 6 mujeres.

Tal vez esto siempre fue así porque es de las parroquias más minúsculas del concejo: solo tiene 1,23 kilómetros cuadrados. Aunque, ciertamente, otras de similar extensión, como El Cuto, tienen un censo más numeroso, superior al centenar. Sea como sea, La Paranza es desde hace muchos años una localidad menguante en un municipio que, en general, aguanta en población frente a la sangría demográfica de otras zonas. Este pequeño núcleo sierense ha perdido 6 habitantes en las últimas dos décadas. Puede parecer poco, pero es mucho para La Paranza, pues equivale al cuarenta por ciento de su población.

José María Álvarez.

Cuenta Carmina Taberna que los diez habitantes empadronados actualmente son además solo dos familias. “Antes había mucha gente. Lo que pasa es que van muriendo y solo quedan les praeres”.

Ella también se marchó del pueblo, pero los fines de semana, cuando quiere huir del ruido, los coches y la ciudad, cuando puede, se escapa al pueblo donde nació y se crio. Su sobrino, Javier Taberna, es el que siempre que puede la trae. Viven todos en Lugones, pero cada vez que tienen ocasión van hasta allí. Recuerda que cuando era pequeño, iba con su padre a trabajar el prao. Era uno de los tres hermanos de Carmina.

En La Paranza hubo también una iglesia que se cayó por el paso del tiempo. Aún se puede distinguir su base en el suelo. Sobre ella, tiene varios bancos de madera y unas mesas de picnic. Ahora funciona como un lugar de reposo para los peregrinos del Camino de Santiago.

Javier Taberna transmitió el amor por la tierra de sus antepasados a su hija pequeña, que tiene 10 años y se llama Marián. De mayor, quiere ser veterinaria. Pero no de clínica, sino de esas que se recorren los pueblos y ven vacas, cabras y todo tipo de animales. Aunque aún no sabe si preferiría vivir en Lugones o en La Paranza cuando sea mayor, confiesa mientras acaricia a la pequeña gata “Nala”.

Los inviernos ahí son muy duros, cuenta Carmina Taberna. Se quedaban aislados y las maestras no podían acceder a la escuela. Se quedaban sin clase y muertos de frío y lo único que les quedaba era comer fabes, leche, patates y boroña. Aunque los alimentos, a veces, escaseaban. Recuerda que tenía una tía soltera que les ayudaba porque su madre se quedó viuda. Cuando la señora se iba a vender la leche a La Fresneda se llevaba la llave del hórreo atada a la cintura y daba igual lo que tardara en regresar, que la puerta no se abría hasta su vuelta. “Daba igual la fame” que tuvieran ella y sus hermanos.

“El problema de aquí es que no hay trabajo, uno solo se puede dedicar al campo”, dice la mujer. La gente fue muriendo, las casas cayendo y cada vez se queda más vacío: “Me encanta subir, aunque ya no haya nada”. Porque le tira la tierra de donde viene, le gustan los sábados de tertulia en la puerta de casa, que se queda siempre abierta, y pasear por las mismas lindes que cuando era una cría.

Cambió de vida cuando llegó a Lugones y se quedó viuda. Aprendió a coser y ahora trabaja para dos tiendas distintas. Dejó de “lindiar, sallar y arrendar” como cuando era una niña, pero sigue laborando duro. Por eso la esposa de su sobrino, Marisol Díaz, confiesa que “a veces la riñen” porque cose hasta altas horas. Cuando suben hasta La Paranza, descansa. Y vuelve a ser una cría un rato; el rato que dura un fin de semana. Aunque ya no quede casi nada de la vida que allí conocía.