Opinión

España y el silencio

Hago ruido, luego existo

Creo que fue Manu Leguineche, el genial escritor y periodista vasco y universal, quien dijo que España tiene una deuda con el silencio. Claro que puede ser que la tenga. Nuestro lema perfectamente podría ser: "Hago ruido, luego existo".

Hombre, si uno va, por ejemplo, a un chigre, evidentemente sabes a lo que vas y lo que hay; y si lo que quieres son conversaciones en voz baja, pues te largas y punto. El tema es el tener que aguantar en cualquier sitio público a esos que hablan como si lo estuvieran haciendo con su primo el que vive a 111 kilómetros, pero sin móvil; o al vecino que pone la música a tope a cualquier hora del día o de la noche; o a los perros de ese otro vecino que se marcha, o no, a trabajar y deja a los animales todo el día ladrando; o al que en el autobús o en el tren coge su teléfono y se pone a contar su vida para que le escuche todo el vagón; o al que va tocando la bocina del coche cada que vez que ve cerca o lejos a alguien medio conocido; eso ya es otra cosa.

Desde la autoridad que me da la ignorancia, que también leí decir a Manu Leguineche, creo que no es un tema ni de formación ni muchas veces de educación, sino de cultura. Somos más o menos descendientes de una cultura mediterránea, de espacios abiertos y vida en la calle, de compartir lo que vivimos y lo que pensamos con los que tenemos a nuestro alrededor, les importe o no a estos, que eso tampoco nos importa a nosotros a la hora de emitir decibelios.

Hace no mucho tiempo, caminando por el paseo marítimo de Barcelona, vi un cartel en la entrada de la playa que decía algo así como que se procurara hacer el menor ruido posible y que si se quería escuchar música se usaran auriculares. Buen detalle. Otra cosa era el ruido que venía de la playa, propio, cómo no, de esa cultura mediterránea.

Este verano, en la playa de Conil, en Cádiz, un grupo de chavales estaba poniendo cerca de mí, y con esos pequeños aparatos que conectan a sus móviles y que suenan como si estuvieses en medio de la erupción de un volcán, música de esa que llaman "raquetón" o algo así, y que salvo ellos no hay quien la aguante; tiene un sonido de martillazos constantes que machacan las pocas ideas que nos van quedando. Como aquello era totalmente insoportable y tampoco quería ponerme a discutir con esos rapaces, que a saber los esfuerzos que les habría costado pagarse esos cuatro o cinco días de vacaciones que estarían disfrutando, me acerqué a ellos y les propuse una cosa. Mirad, esa música que ponéis la verdad es que no me gusta nada, les dije. Si os parece, dejadme poner ahora algo que me guste a mí, y después ya seguís con lo vuestro.

Aquellos chavales, que, como casi todos, eran más buenos que el pan, me dijeron que sí, que sin problema. Y les pedí que, como lo que quería era un tema corto y de música clásica, lo pusieran a tope de volumen y lo dejaran terminar. De acuerdo, pero después seguimos con lo nuestro, me dijeron. Y allá que les pedí un auténtico "raquetón" del siglo XIX: la obertura del "Así habló Zaratustra", de Richard Strauss; la música de la película "2001, Una odisea en el espacio". O sea, la joya de la corona de los percusionistas, el sueño de todo director de orquesta despeinado. Y a tope. Dura unos dos minutos; pues bien, antes de llegar al primero los pobres guajes me miraron pidiéndome pararlo, que aquello era demasiado. Con la cabeza les dije que no y con las manos les hice gesto de calma, que aquello me estaba llegando al alma. Los que también llegaron, y antes de que transcurrieran los dos minutos, fueron uno de salvamento de la playa y otro de Protección Civil, preguntándoles que qué cachondeo era ese, que ya estaba bien de música tan alta. Los chavales me miraron, sonrieron, y a partir de ahí bajaron ya mucho el volumen de lo suyo. No les quedó otra a los pobres. Un clavo saca a otro clavo, que dicen.

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