Se llamaba Ingrid y la conocimos en el albergue de Santa Irene, la última noche antes de llegar a Santiago de Compostela. De aquello hace ahora ya algo más de quince años. Aquella peregrinación la hice con Juan, maestro de peregrinos y fundador de la Asociación de Amigos del Camino de Siero, Noreña y Sariego. Íbamos haciendo el Camino Primitivo, y aquel día hicimos alto en el albergue de Santa Irene, a un paso ya de la Plaza del Obradoiro y del Apóstol. Era la primera vez que yo hacía el Camino andando, y la cercanía del final te llenaba de un algo que no puedes entender si no has hecho el Camino.
Y allí, en aquel albergue, nos encontramos con Ingrid, una alemana de mediana edad, alta y fuerte, que había iniciado su Camino en Constanza, Alemania, hacía ya casi tres meses; iba sola, y esa emoción que nosotros llevábamos encima ella la tenía multiplicada. Habían sido muchos días, muchos kilómetros desde que salió, y estaba allí, tan cerca ya… Aquella noche, mientras compartíamos cena en el albergue, en un español entendible nos estuvo contando alguna de las peripecias y anécdotas de su viaje, con una expresividad solo propia de quien pone su alma en lo que hace. Le preguntamos que qué la había impulsado a hacer ese camino tan largo y nos respondió que una promesa, pero de eso no quiso hablar más; aunque entre risa y risa de cuando en cuando veíamos como se le escapaba alguna lágrima. Era la emoción del llegar, decía. Después de la cena nos fuimos a descansar, antes de iniciar la mañana siguiente la última etapa de nuestros Caminos.
Y aquella mañana pasó aquello. Juan y yo ya estábamos cerrando las mochilas, sobre nuestras literas. Ingrid hacia un momento que había salido de la estancia y se dirigía escalera abajo, que los dormitorios estaban en la planta superior. Y oímos un ruido tremendo precisamente en la escalera; uno de esos ruidos que te avisan de que acaba de pasar algo que no debería haber pasado. Dejamos las mochilas y echamos a correr hacia allá. Y allí estaba Ingrid, tirada en el suelo al final de la escalera, tumbada sobre su mochila, llorando y quejándose y agarrando con las manos una de sus piernas. Juan, más ágil que yo, se plantó abajo en un segundo, le tocó la pierna, y mirándome me dijo: se la ha partido. Os digo que, como todos, he visto llorar en mi vida a mucha gente; pero pocas veces con la rabia tan llena también de pena con la que lo hacía aquella chica. Mientras yo salí a llamar al 112, Juan se quedó con ella, dándole la mano, tratando de animarla. Oí como le decía: «Mira Ingrid, tranquila, es que el Apóstol a veces es muy juguetón y te la ha armado un poco; quiere que vuelvas a hacer el Camino, que si no fuera por esto ya no te hubieras acordado más de él». Al poco llegó la ambulancia y se la llevó. Nosotros tampoco pudimos evitar acabar nuestro Camino con la rabia de haber vivido aquello, y aunque solo la conocimos aquella noche, en nuestro abrazo peregrino de llegada a la puerta de la Catedral supimos que ella también nos había acompañado.
Desde entonces, cuando alguna vez se me tuerce o me sale mal alguna tontería del día a día, intento acordarme de Ingrid la peregrina, que hizo casi dos mil quinientos kilómetros andando y se quedó en la puerta del final de su Camino. Tengo la certeza de que alguna vez volvió para cumplir su promesa. Seguro que sí. Por eso me acuerdo de ella.