Andan las gentes revueltas con la creencia escatológica de que, en el solsticio de invierno de este año 2012, ocurrirá el fin del mundo. Este temor se basa en que, dentro de menos de veinte días, se terminan las previsiones del calendario maya de cuenta larga, de 5125 años de duración. Según la literatura maya, los dioses crearon tres mundos, que resultaron fallidos, y uno cuarto, que tuvo éxito y prosperó, que es el actual y se convirtió en nuestro hogar. Pero cada uno de esos mundos tenía un periodo de supervivencia y al nuestro le quedan esos pocos días de vida.

Ya se sabe lo crédulo que es el personal para estas cosas catastróficas. Algunos interpretan esta previsión al pie de la letra y creen que el universo que conocemos se esfumará de un plumazo, tal vez por la colisión de un asteroide contra la Tierra, o por el efecto de algún agujero negro, o como consecuencia de una gran actividad solar, o por causa de algún otro cataclismo. Otras personas, más espirituales y optimistas, que siempre las hay, interpretan la profecía de forma más sutil, como una trasformación física o espiritual de la humanidad, que significaría el inicio de una nueva era. Permítanme disentir de unos y de otros.

La cosa del cambio empezó hace ya mucho tiempo, por los años cuarenta del siglo pasado, cuando se inventó aquel artilugio que en español se denominó, primero, calculadora y, luego, computadora u ordenador. Pero aquel armatoste extraordinario, que ocupaba habitaciones enteras, acabó convirtiéndose en algo cotidiano e imprescindible. La máquina de escribir amejorada con pantalla, el teléfono portátil, su lavadora y un sin fin de aparatos domésticos de uso cotidiano no son más que ordenadores, que son, a saber, artilugios construidos sobre una base silícea, que contiene una colección de circuitos integrados y que están programados para que realicen determinadas funciones con exactitud y rapidez. Cada vez más pequeños y funcionales, cada vez más exactos y rápidos, cada vez más versátiles y complejos.

A las puertas de ese presunto fin del mundo, hemos conocido un aparato de estos, que se llama «Spaun» y que inventó un tal Chris Eliasmith, profesor de una universidad canadiense. Lo impresionante de este cerebro electrónico es que puede responder al cuestionario de inteligencia Raven, que mide la capacidad de resolución de situaciones inesperadas a partir de los cinco años, con sólo una décima menos de aciertos que un ser humano. Pero tal vez le supere otro, que es el del profesor americano David Fogel, que anduvo por Mieres estos días pasados, consistente en un trasto que juega al ajedrez y que, además, es autodidacta, porque es capaz de aprender de la experiencia de las jugadas anteriores. Imagínese ambos ordenadores juntos en uno.

Pienso que ese sea el fin de este mundo y el nacimiento de uno nuevo, con hospitales en los que nos opere un ordenador tan preciso e inteligente que pueda aprender de su propia experiencia, o con juzgados en los que nos dirima nuestras querellas una máquina impecablemente justa porque pueda tener en cuenta todas las infinitas particularidades de cada caso, o con vehículos que no precisen ser conducidos porque ellos mismos sepan cómo transitar en cualquier circunstancia. En ese nuevo mundo feliz, lo único que no podremos esperar es que esos ordenadores mejoren a los políticos actuales, porque, siendo autodidactas, pronto aprenderán también los manejos del cargo y a cobrar su porqué.