Era Navidad y yo quería celebrar la Navidad como Dios manda. Yo quería mi árbol de Navidad, mi nacimiento, mis arcos de luces en las calles; una ciudad radiante de decoraciones navideñas, con escaparates navideños llenos de cintas de colores, de bolas también multicolores, de olor a turrón, de gente alegre que sabe que vive días especiales y que llega a casa y hay una casa y una familia y unos chiquillos con ganas de cantar villancicos con pandereta y zambomba, y escuchar historias, cuentos y leyendas de paisajes nevados; de países legendarios; del nacimiento de un Jesús nostálgico, mítico, bajado de las estrellas, visitado por magos de verdad, con estrella fugaz que hace brillar el cielo. Un pesebre en medio de un paisaje gélido de noche nevada, con pastores que se meten en el pesebre hasta donde pueden y se arriman al fuego. Pastores que llegan de muy lejos, gente humilde que viene de las lejanías que brillan en la imaginación. Una Virgen, un San José bendito, los burros y las vacas.

Así que fui a buscar a mi familia y amigos para celebrarlo. Fui andando torpemente por la ciudad fría, helada, nevada y no veía a nadie. Me di cuenta de que ya era muy viejo y de que los viejos apenas tenemos amigos. Y me di cuenta de que mi familia ya no era familia, pues todos estaban divorciados y «recasados» para luego volver a divorciarse, y otros eran solteros desarraigados sin más compromiso que sus inflados egos. Los hijos eran hijos de unos y de otros y de diferentes contratos en litigio, de tal manera que nunca los llegaba a conocer.

Seguí caminando tratando de buscar un hogar, una familia, unos amigos de verdad, de esos que te aprecian por muchas cosas buenas o malas que nos pasen y siguen ahí siendo amigos para siempre. Pero la ciudad estaba vacía. No había luces, ni había nacimientos públicos, ni árboles de Navidad porque eran cosas de otros tiempos, decían los que mandaban. Decidí entonces refugiarme en una casa antigua de un barrio antiguo y encendí un fuego con periódicos viejos y madera podrida. Me senté sobre el cemento frío y abrí un bote de atún que llevaba en el bolso. Me volví a dar cuenta de lo viejo que era, que andaba mal, que se me iba la memoria con frecuencia y que a veces me perdía por las calles. Pero hoy era mi noche. Hoy había logrado escapar de la residencia de ancianos y ahora era libre. Era mi Navidad libre. Libre con mis recuerdos, libre de asistencia y asistentes, libre de compasiones artificiales; libre de gente que me ve como un trasto averiado.

Era mi Navidad. Con mi hoguera y con mis recuerdos y mi lata de atún.