Qué importa si el mapa se tiñe de azul o de rojo? Todo sigue igual. Han pasado unas elecciones, esa ceremonia a la que llaman fiesta de la democracia, y todo, pese a los cambios, sigue igual. Eso es lo malo, pero también lo bueno, dicen, del sistema. Es tan evidente que incluso hasta Esperanza Aguirre reconoció, un día antes del 22 de mayo, que si bien es cierto que la democracia no consiste en emitir un voto, sin voto no hay democracia. Se trata, pues, de salvar un sistema llamado democracia.

¿A qué llamamos democracia? Una vez más, Aguirre, que, a no dudar, ha reflexionado sobre el tema, nos recordó que a la democracia no hay que ponerle apellidos. Ni orgánica, a lo Franco; ni popular, a lo sóviet; ni real, a lo 15-M; la democracia es, simple y llanamente, democracia. Sin embargo, incluso Esperanza Aguirre, que me sale hasta en la sopa, debe conocer aquella primaria diferencia entre democracia directa o asamblearia e indirecta o representativa. En síntesis, de la primera nos quedan, por una parte, la lección en la historia de los griegos del siglo V a. C. y, por otra, la añoranza del depresivo Rousseau; de la segunda, nos quedan los textos del maestro John Locke y las experiencias diversas que se han sucedido desde la Declaración de Independencia, en EE UU, y en Europa, tras la II Guerra Mundial. Todas ellas, unidas bajo un denominador común, la delegación, mediante voto, de la voluntad popular en sus representantes electos. Este es el sistema.

El sistema de democracia representativa no es un mal sistema. De hecho, ningún sistema que llegue a constituirse es un mal sistema, puesto que si se constituye es porque funciona. Un sistema que funciona es, en principio, un buen sistema. Pero un sistema es, por definición, un conjunto de partes que de manera ordenada o racional contribuyen a un objetivo común; por lo que, según esta definición, no basta con que un sistema funcione para declararlo como bueno, sino que hace falta que funcione para el logro del objetivo. Ahora, dejando al margen la cuestión de la legitimidad ética de los objetivos, toca la pregunta: ¿cuál es el objetivo de nuestras democracias representativas? Podemos estar de acuerdo en que, hasta ahora, la legitimidad de las democracias europeas, constituidas tras la II Guerra Mundial, se derivaba (Hessel dixit) del logro del objetivo del «Estado de bienestar». Ese y no otro era su objetivo.

Lamentablemente, el tiempo pasado se impone, porque estamos viviendo el desmantelamiento del Estado del bienestar, del Estado social, de los derechos de los trabajadores y de los ciudadanos como si una de las plagas de Egipto nos hubiera caído encima y no hubiera más respuesta que la resignación ante la fatalidad. Nuestros políticos, al igual que nuestros jueces, sin perder la compostura se someten a las directrices del mercado financiero y, como Abraham, con su angustia o sin ella, ante la orden divina del sacrificio de Isaac, su hijo, acatan y se convierten en verdugos de su pueblo. Ante tal situación, ¿no estaríamos legitimados para pensar que el sistema, nuestro sistema democrático, ha degenerado y es un sistema corrupto? Y ¿no parece claro que cuando el sistema es corrupto e indecente lo decente es ser antisistema?

Solo desde la complicidad con la corrupción del sistema se puede descalificar a los ciudadanos del 15-M que, indignados ante el cinismo que representa una campaña electoral en las circunstancias presentes, han acampado en las plazas de nuestras ciudades. Son, por el contrario, nuestro Pepito Grillo, la voz de nuestra conciencia, que nos dice «la culpa también es tuya si no reaccionas». Mirándolos, tan sólo mirándolos, deberíamos sentirnos un poco más dignos. Indignación y dignidad tienen la misma raíz, por eso se indignan quienes no han perdido la dignidad.

Yo también estoy indignada, estoy indignada en general y me indigno en concreto cuando leo anécdotas como que Strauss-Kahn cobrará del FMI 70.000 euros al año durante lo que le resta de vida. Sí, me indigno, pero como la inmensa mayoría sigo comportándome de manera dócil, casi gregaria. Ni acampo en las plazas de mi ciudad y, aunque he perdido la confianza en quienes dicen que me representan, aguanto lo que me echen. Tengo, en definitiva, la amarga sensación de que, aunque conservo cierta capacidad de indignación, he perdido la dignidad.

Los políticos, por un momento descolocados en campaña por la inesperada movilización popular, volverán ahora a sentarse en sus poltronas; los banqueros, satisfechos, contemplarán cómo las cifras de sus beneficios se alargan hasta el infinito; los jueces seguirán jugando su papel con inapelable autoridad.

Todo seguirá igual. De momento, porque tal vez el número de indignados y su dignidad siga y siga creciendo hasta hacerse más fuerte que las cifras de los beneficios de los banqueros, que la inapelable autoridad de los jueces y que la indiferencia de los políticos.