Una gala como la que sirve de colofón a los premios líricos «Teatro Campoamor» es un reclamo y dota de personalidad a unos galardones que reafirman el futuro de la lírica en España. Los premios líricos representan un impulso y una garantía en la creación y programación de ópera y zarzuela en el país. Su consolidación incuestionable, a través de sus cinco años de vida, los hace ya imprescindibles. Su proyección rompe fronteras y permite, en buena medida, que la dinámica de los teatros y de los profesionales españoles gane puntos en el candelero lírico. El diseño de los premios demuestra una capacidad de iniciativa con visión, a través de un plan llamado no sólo a mantenerse, sino a crecer, que enriquece, en un sentido global, la actividad cultural y musical que se hace, desde Oviedo, en Asturias.

En su última edición, los «Teatro Campoamor» avanzan otro paso, con un cambio de fechas que se ajusta en mayor medida al calendario de las temporadas líricas, que se celebran entre septiembre y julio, y teniendo en cuenta el período de los festivales de verano. La autoridad y la excelencia están garantizadas en una empresa que hace también partícipe al público, la primera razón del espectáculo, en una gala final que une todavía más a la familia del Campoamor. La interacción con el público, razón y necesidad de la ópera en los últimos tiempos, fue el leitmotiv de la gala.

El entretenimiento y la novedad es la madre de cada una de las galas de entrega de los premios «Teatro Campoamor». Y, un año más, se llevó a logro. El guión que defendió el tenor madrileño Enrique Viana fue fundamental para sostener una gala austera de medios y poco transitada en la escena. Con el apoyo puntual del barítono Borja Quiza, Viana centró atenciones en su tarea de presentador, dominando a la perfección el escenario. Sería impensable poner en manos de otro cantante-actor sin la experiencia de Viana un papel de las mismas características y responsabilidad. Su protagonismo como la maestra de canto, elegante y sutil en su lección, estuvo alejado de histrionismos y tostones. Se rompieron corsés pero sin abandonar la seriedad que rodea el género lírico, con unas magníficas demostraciones prácticas, a cargo de los cantantes premiados. Teniendo en cuenta los recursos, se aprovecharon de forma inteligente. La implicación del público puede explicarse así como una parte más de la función, muy práctica en todos los sentidos y con un buen toque de ironía, no sólo en la dosis de chistes, sino en el tema mismo que sirvió de hilo conductor: la «master class» de canto.

Lluís Pasqual diseñó una gala en la que la diversión, a golpe de enseñanza, fue la tónica (y también la dominante). La luz, las proyecciones y el propio telón del Campoamor fueron los elementos de una escenografía a la que se sobrepuso el impactante vestuario de la maestra Viana. Los cambios de su vestimenta se situaron en puntos estratégicos de la gala, para asegurar un desarrollo ágil y continuado, aunque se observaron algunos picos. No dieron todo de sí algunos momentos álgidos, como el número de zarzuela con el coro de las costureras de Barbieri, o el número final de la gala, donde se retomó en «tutti» la archiconocida «Donna e Mobile», con una imagen del escenario que adoleció de cierta brillantez. En general, se echó en falta mayor presencia del coro, ya que, habida cuenta de los recursos, parecía una baza segura y disponible.

Con luz propia brillaron Leo Nucci y Nina Stemme en sus intervenciones. Si bien, la presencia de Stemme pasó prácticamente desapercibida, en comparación con su homólogo, premiado como mejor cantante masculino de ópera. En ello tuvo que ver la fecha de la llegada de los cantantes, de manera que la Stemme, como muchos de los premiados, llegó a Oviedo el mismo día de la gala, con las dificultades que supone en la preparación del espectáculo. El paso fugaz de otros premiados, directores y directivos de diferente índole, hace pensar si no hubiera sido además posible, evitando el peligro de eternizarse la función, la opción de escuchar unas palabras, aunque fueran pocas, de su boca.

Fue un verdadero privilegio escuchar a Leo Nucci como Macbeth, en «Mal per me che mi affidai», o como Rigoletto, en el aria «Cortigiani vil razza dannata». El barítono, en una forma vocal envidiable, tiene una capacidad sobrehumana para hechizar y envolver al respetable con sus interpretaciones. Otro paradigma del canto fue la Stemme, a través de su actuación, nada más y nada menos que con la canción «Cäcilie», de Strauss. Lo de Stemme fue llegar y besar el santo. José Van Dam, indispensable ya en la historia del canto, regaló el aria del catálogo de Lepporello. Entre los más jóvenes, Borja Quiza y Celso Albelo representaron dos personalidades dispares. El primero, muy resuelto en la interpretación dramática. Albelo dio lo mejor de sí en «Una furtiva lagrima», sobre todo en lo vocal, y compartió después con Nucci el dúo de Belcore y Nemorino de «L'Elisir», que fue una sorpresa en el programa. Otra sorpresa, y de las gratas, fue Viana como la Mamma Aghata de la ópera «Le Convenienze ed Inconvenienze Teatrali" de Donizetti, donde el «maestro tenor» pudo al fin lucirse, y lo hizo plenamente, en la práctica.

La Orquesta «Oviedo Filarmonía», con su nuevo director titular, Marzio Conti, tuvo un papel imprescindible. La flexibilidad y la versatilidad que demostró la agrupación respondieron al nivel al que la orquesta tiene acostumbrado al público y sus posibilidades de desarrollo, teniendo en cuenta que comienza una nueva etapa. No puede olvidarse su interpretación de la obertura de «El rapto del serrallo» de Mozart, en esta ocasión a cargo del maestro premiado Andrea Marcon, ejemplo de buen gusto estilístico, con el impulso y la vitalidad apropiados.

Un año más, Oviedo se convirtió en la capital española de la lírica, en un momento en el que las diferentes partes del espectáculo deben de unirse en beneficio de su futuro y progreso. En eso, los premios «Teatro Campoamor» también dan ejemplo.