Pasan los años, pasan las películas y Jane Eyre siempre vuelve. Como película, como serie o como telefilme. Siempre vuelve. Es, quizás, el personaje femenino que habita en la literatura con mayor poder de fascinación a través de los tiempos: su modernidad le da pasaporte permanente para renovarse, adaptarse a cada circunstancia, mantener intacto su mensaje: una mujer brava a la que el mal que la ha acompañado desde su nacimiento no sólo no la poseído sino que la ha hecho más generosa, más valiente, más honesta. Jane Eyre es una mujer de ayer que representa, salvo en detalles inevitablemente caducados, a una mujer moderna que sigue su camino con coherencia y valor, sin dejarse contagiar por la mezquindad, sin renunciar a sus sentimientos, sin dar la espalda a sus sentidos, sin callarse nunca ante la injusticia. Es normal que un tipo tan arisco y esquivo como Rochester la vea como una alma gemela, aunque él tenga un secreto que le obliga a mentir, a engañar, ella le dice a la cara lo que piensa y le dice con los ojos lo que siente.

El gran mérito de esta nueva Jane Eyre es haberse centrado, precisamente, en esos dos aspectos que mantienen tan lozano al personaje. Por un lado, la rebeldía de Jane Eyre, siempre con la palabra precisa para contar su verdad sin contemplaciones, y no callarse ante nadie. La evolución de la protagonista es, en ese sentido, una notable aportación de Mia Wasikowska, que refleja a la perfección ese cambio progresivo hasta alcanzar una madurez emocional que permite tomar decisiones justas y necesarias sin pararse a pensar en ellas: instintivamente. Y, por otro lado, el deseo que va creciendo entre Jane y Rochester se palpa, nunca peor dicho, en las imágenes. Rochester suele estar encarnado por actores ya talluditos o de encanto un tanto ajado, y, en esta ocasión, el papel recae en un Michael Fassbender pletórico que está demostrando una variedad de registros casi insultante, del cine de superhéroes a los papeles más densos, pasando por esta demostración de personalidad y carisma, un galán adusto, de sonrisa lasciva y con tendencia a la altanería que realiza el camino inverso de Jane para mostrar su vulnerabilidad y dejarse seducir por la fuerza de lo auténtico.

Con ese arranque que parece extraído de una película de terror (Jane como Caperucita que huye del hombre feroz), con unos oportunos flashbacks que resumen la infancia de Jane de forma modélica (la muerte de la amiga es ejemplar en ese sentido elíptico) y con un aprovechamiento máximo de los paisajes y los decorados, bien arropada por la música del siempre inspirado Dario Marianelli, esta Jane Eyre contribuye a mantener vivo el espíritu romántico (en el sentido exacto y noble del término) de una mujer libre, soñadora y sincera, y sabe jugar sus cartas de drama sentimental con brotes góticos sin trampas ni cartón piedra.

Si por algo se caracteriza Andrew Niccol en su corta carrera es por tener buenas ideas que él mismo se encarga de arruinar con un desarrollo previsible y un final poco convincente, y eso incluye su celebrada Gattaca, aunque, en este caso, el interés se mantenía durante más tiempo. In time hurga en esa herida con más saña que nunca: la película empieza francamente bien a la hora de mostrar una sociedad en la que el tiempo es (literalmente) oro, de forma que los ricos lo son porque tienen horas de sobra y porque los pobres viven al minuto y sabiendo que el reloj corre en su contra porque si te quedas con el contador a cero se acabó, kaputt, adiós, amigo. Son chocantes esas escenas en las que un hijo es tan joven como su madre, es inquietante el momento en el que un hombre con tiempo de sobra decide quedarse sin él, hastiado de tanta eternidad tatuada en el brazo, y son desgarradoras la carrera contra la muerte de la madre en una calle de mala muerte o el encuentro con la esposa del amigo al que el protagonista regaló diez años, y se los bebió, y...

Bien, la cosa marcha a pesar de que Justin Timberlake sea un soso de narices y el papel de duro no le vaya mucho (aunque le acaben vistiendo igual que al gran Steve McQueen en La huida). Cuando se mete en el mundo de los ricos y poderosos para jugarse su fortuna de minutos a las cartas, hay un contraste jugoso de ambientes y Cillian Murphy no tiene mayores problemas en robar planos como un poseso con su careto/a de maldad viscosa. Y entonces todo se va al garete. Lejos de profundizar en las numerosas posibilidades que anidaban en su propuesta, y que inevitablemente recuerdan a Phillip K. Dick, sería injusto con citarlo, Niccol se arremanga la camisa y se pone a rodar un simple thriller de atracos, fugas, tiroteos y amores a quemarropa. Lo hace con rutinaria corrección (le falta el brío de un Michael Mann para que algo mil veces visto rompa moldes) y la sugerencia en principio rompedora de que hay que asaltar los bancos y los barrios ricos para devolver al pueblo indignado lo que le han robado (algo de mucha actualidad) se acaba diluyendo en una mala copia de Bonnie y Clyde, con el agravante de que al soso Timberlake se le une una insípida Amanda Seyfried y juntos convierten un final que debiera ser impactante en algo irrelevante. Ciertamente, In time es una película entretenida, pero además de ser un pasatiempo al trote podía haber sido un título valioso que no oliera a pérdida de tiempo.

Robert Redford se ha empeñado, como director, en sacar los trapos sucios de su país, tomándose algún respiro para dramas románticos de bonita estampa. Después de la tediosa Leones por corderos, Redford viaja en el tiempo y cuenta en clave de denuncia el juicio (la mascarada, tal como se muestra en su película) contra los conspiradores que participaron en el asesinato de Lincoln, incluida la madre de uno de ellos, fugado. Aunque deje algunos cabos sueltos en cuanto a culpabilidades se refiere, Redford toma partido desde el principio por esa mujer y en contra de un sistema de justicia que se salta la ley (y la Constitución) a la torera para imponer un castigo que deje claro a los rebeldes quién ha ganado la guerra y lo que pasará con quienes no lo acepten. El guión sigue a rajatabla los tópicos del cine de juicios, con golpes de efecto para descolocar a los testigos, y aprovecha cualquier momento para lanzar mensajes descaradamente vinculados con la situación de los Estados Unidos bajo el mandato de Bush hijo, cuando el fin de acabar con el terrorismo justificaba cualquier medio, incluido el desprecio a la ley (y la Constitución). Vamos, que Redford vio en ese episodio histórico una ocasión que ni pintada para dar una patada a Bush en el culo de los nordistas que convirtieron un juicio en una farsa con final previsible.

Nada que objetar a las pretensiones de Redford si no fuera porque su contenido presenta una apariencia de lo más impersonal, sin fuerza, con una dirección más propia de un correcto y sólido telefilme que de un largometraje para ver en una pantalla grande. Quizá Redford haya intentado mostrar una distancia con su distancia que simule imparcialidad, pero lo único que consigue es empalmar planos muy planos que sólo un magnífico reparto rescata de la simpleza, sobre todo una Robin Wright sencillamente extraordinaria, extraordinariamente sencilla.