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Mi respeto, Venancio Blanco

La ejemplaridad de quien fuera el alma del Club Tinetense de Buenos Aires

Nunca perseguí la gloria

ni dejar en la memoria

de los hombres mi canción?

Antonio Machado

Treinta y cuatro años y diez mil kilómetros nos separaban, y así y todo nos entendíamos. Una vez al año Venancio Blanco y yo nos veíamos. Venancio ha muerto.

Nos conocimos hace pocos años, en 2008, y desde entonces mantuvimos el contacto. En los primeros días de agosto me llamaba: "ya estoy aquí". Y ese "aquí" era Asturias, su tierra.

Venancio Blanco Andrés (La Riera, Cangas de Onís, 1927- Buenos Aires, 2016) era un emigrante que dedicó parte de su vida a los demás. Alma del Club Tinetense Residencia Asturiana de Buenos Aires, Venancio me demostró qué es ser solidario.

El Club Tinetense es una residencia de ancianos de Buenos Aires. Atiende a asturianos y a españoles. La financiación corre a cargo del gobierno de Asturias y del Imserso, así como de la pequeña aportación de los residentes. Venancio no permitía que en Asturias se olvidasen de su existencia.

Año tras año recorría las instituciones asturianas -gobierno autonómico, ayuntamientos?- No había puerta a la que no picase. La causa bien lo merecía.

Venancio era un hombre prudente, discreto, amable. Ante la presencia de muchas personas se retraía, a no ser que hablara de la residencia. En la intimidad, a la cual me permitió acercarme, era un asturiano con retranca. ¡Mucho me reí con él!

Estuvo viniendo a Asturias hasta 2014, ese año ya no pudo. Las fuerzas le fallaron. El año anterior llegó acompañado por Horacio Castaño y un bastón.

El viaje de doce horas no parecía hacerle mella. Se alojaba en un viejo hostal de la calle Uría y desde él encaminaba sus pasos a sacudir la "solidaridad" institucional.

Era infatigable. Con más de ochenta años podía estar desde la mañana a la noche en pie. No emitía una sola queja. No pedía descansar ni sentarse.

Tras alguna de las reuniones que mantenía, y la correspondiente fotografía, nos encontrábamos para comer. Nada le hacía daño. No perdonaba el pote de berzas, la fabada o cualquier otro plato asturiano. Si había sidra, pues sidra.

Como todos los emigrantes que he conocido, Venancio estaba al tanto de todo lo que pasaba en Asturias. Esta era su casa y así lo sentía.

Es cierto que le concedieron varios galardones, entre ellos la Medalla de Plata de Asturias en 2008, pero sin duda el mayor reconocimiento fue el de los emigrantes asturianos en la Argentina. La simpatía y el cariño que despertaba entre esos asturianos de la diáspora era emocionante. Pude comprobar cómo todos le querían besar, saludar. Esa unanimidad de pareceres yo nunca la había visto. Le alababan y daban garantías de su honradez.

No tuvo una vida fácil. Nunca le escuché una queja. Lo personal no le hacía olvidar su objetivo principal: los asturianos más desfavorecidos. Cualquier apoyo lo recibía con enorme gratitud. Lo que aquí son unas migajas, allí es la tranquilidad de muchos. Él lo sabía y por eso, año tras año, se hacía esos diez mil kilómetros.

Estos dos últimos años lo eché de menos. De ahora en adelante, cada mes de agosto, me acordaré de él.

Nunca persiguió la gloria, pero para siempre dejó un recuerdo en mi memoria.

Con todo mi respeto, Venancio.

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