Blimea, Nicole CACHO

Conchita García tiene 75 años. Se define a sí misma como una «campesina de Blimea que en vez de irse de vacaciones a Benidorm prefiere viajar con una mochila a Benín», concretamente a una misión de Bembereké. Ahí, en pleno corazón de África, se despoja de su vida de jubilada, se pone «unos playeros» y la llaman «Matule», que quiere decir madre. Cuida a los «nenes», cose para ellos y les ayuda en todo lo que puede para que salgan adelante. Conchita es una ONG unipersonal que se pasa tres meses en una de las poblaciones más pobres del planeta, y lo hace cada dos años, cuando consigue reunir, con lo que recibe de su pensión, el dinero necesario para su billete de avión.

Lo lleva haciendo desde hace cinco años cuando, al enviudar, se involucró en las labores caritativas de la parroquia de Nuestra Señora de las Nieves de Blimea (San Martín del Rey Aurelio). El párroco de Noreña, Pedro Tardón, iba a viajar a Benín, y ella no quiso perderse la oportunidad. Nunca se había subido a un avión, no conocía el francés y su familia, en un principio, se opuso a ello. «Pero para quedarme en casa sin hacer nada y viendo por televisión lo mal que están las cosas en otras partes del mundo, cogí fe y valentía y me fui», narra Conchita García. «¡Cuánto tenemos que aprender de ellos!», sentencia esta asturiana cabeza de una familia de 17, entre hijos, nietos y bisnietos.

Ya lleva tres viajes a Benín. El primero, rememora, lo hizo con el párroco de Blimea y con Pepe Tartiere y su esposa Pilar. Tras doce horas de viaje y al llegar a Cotonú, se desmoralizó: «con tanta miseria y tanto dolor en los rostros de la gente, lo vi todo negro». Y le esperaban otras diez horas en coche por las selvas africanas hasta llegar a la misión de Bembereké, donde en principio permanecería un mes hasta que el padre Pedro la recogiese para volver a Asturias. Pero un mes le pareció poco, y decidió quedarse dos más y emprender el viaje de vuelta sola. «En estas vacaciones trabajé mucho, comí lo que ellos comían, salté con los niños y ayudé en todo lo que pude», señala.

Dos años pasaron hasta que Conchita consiguió reunir otra vez el dinero del viaje. «No quiero que mi familia me preste el dinero, aunque sé que ahora lo harían», confiesa la asturiana, que insiste que su único interés es que más personas como ella sigan sus pasos. Lo dice como una recomendación. Y volvió a la misión de Bembereké, donde ahora acogen a 56 niños y jóvenes de 8 a 20 años para educarles. «Las nenas son muy coquetas y los nenes muy cariñosos», cuenta doña Conchita, que por cada historia de ternura que sale por sus labios vienen otras muchas de dolor: «Cuando preguntas, de un día para otro, dónde está aquel niño que se sentaba en el suelo para la catequesis y te dicen que ha muerto, se te rompe el alma».

Su tercer viaje lo emprendió el pasado 9 de diciembre, en donde se reencontró con Sofía, que ahora tiene 3 años. La pequeña llegó con tan sólo un día de vida a la misión tras la muerte de su madre, y Conchita consiguió que sus familiares donaran dinero para mantener a la niña. Ahora, Sofía ha encontrado una nueva familia y está siendo educada en la misión, además de ocupar un lugar muy especial en el corazón de la asturiana. Espacio que comparte con los otros alumnos de esta escuela de la misión, a los que, orgullosa, preparó la cena de Nochebuena en las pasadas Navidades.

Pero su labor no termina aquí. Tras recaudar en su parroquia unos 3.000 euros, montó en Bembereké una cooperativa, una fábrica de karité en la que trabajan seis mujeres. El karité es una nuez de la que se saca un aceite comestible y con propiedades hidratantes. Doña Conchita trae manteca de karité de Benín y prepara en Asturias cremas que reparte entre sus conocidos. ¿El precio? La caridad, que llevará, como cada dos años, a la remota población de Bembereké.