Ceramólogo. Participa en las I Jornadas de alfarería

Amaya P. GIÓN

El barro es para el ceramólogo Emili Francés Sempere (Cocentaina, 1941) «todo un modo de vida». Descendiente de una generación de tejares del siglo XVIII, asimiló el barro desde niño. La alfarería se convirtió en su pasión y le llevó a recorrer todos los alfares de España y Portugal y a coleccionar unas 7.000 piezas que hoy se exhiben en un museo tarraconense. Sempere, fundador de la Asociación de Ceramología de España y autor de varias publicaciones sobre alfarería tradicional, participa estos días en las primeras jornadas sobre el arte alfarero que acoge el Centro Municipal de Artes y Exposiciones (CMAE) hasta el sábado.

-Dice que la alfarería es la historia viva y cada alfar un tesoro cultural. ¿En qué se basa?

-Llegar a una alfarería es como llegar a un pueblo. La cerámica popular era vital, imprescindible. El hombre tenía que guisar en pucheros, ollas, vasijas y revestía las casas con tejas. También elaboró ídolos, símbolos y utensilios con arcilla y cuando descubrió el fuego la empezó a cocer. Los alimentos se empezaron a cocinar en cacharros y se produjo un cambio radical en la dieta. En cada pueblo hay unas formas de vida, unos cacharros distintos. Por eso lo importante es el estudio disciplinar; no sólo investigamos la alfarería sino también la sociedad, las culturas, su evolución.

-¿Cuál es la diferencia entre alfarería y cerámica?

-Cada uno tiene su propia interpretación. La alfarería es la cerámica popular, la más corriente, la que se hacía en los pueblos para uso popular. Después vino la cerámica, todo aquello que es decorado, con carácter suntuario, artístico.

-¿Y entre alfarero y ceramista?

-Ceramistas son los que aprenden ahora el oficio en las escuelas. El alfarero era el que aprendía en el alfar, que solía recibir los conocimientos de sus padres, de sus abuelos (...).

-¿Se ha perdido esa esencia?

-Sí, ya ha pasado a la historia. Quedan algunos alfareros pero tampoco trabajan como antiguamente. Por lo general, se mantiene la tradición pero las técnicas han cambiado: el barro ahora se compra, los hornos ya no suelen ser de leña... De trescientos alfareros que había en España en la década de los setenta ahora deben quedar siete u ocho.

-Parece que corren malos tiempos para la cerámica popular...

-La alfarería está condenada a desaparecer. Se trataba de un arte utilitario al cien por cien, principalmente cacharros para cocinar, vasijas para guardar líquidos y alimentos, etcétera. Los jóvenes ya no beben en botijos; es más, algunos no saben ni lo que es. Tampoco se cocina ya en cazuelas, lentamente, como cuando había que echar una mañana ante el fuego. Con el ritmo de vida actual no hay tiempo.

-¿Existe piquilla entre ceramistas y alfareros?

-No. Los ceramistas admiran a los alfareros porque es de ellos donde nace la tradición. Todos los ceramistas contemporáneos de mi generación aprendieron en las alfarerías. La alfarería, la cerámica popular, fue su maestra y su herramienta el torno. Pero la cerámica es como una serpiente de mil cabezas. Cuando una rama se va extinguiendo, inmediatamente salen otras.

-Cataluña es un ejemplo a seguir para Asturias en cuanto a recursos museísticos relacionados con la alfarería. ¿Por dónde debería caminar el Principado en este sentido?

-Maximino Blanco del Dago (arquitecto técnico de Cangas de Onís y coleccionista de piezas de alfarería) posee unas 3.500 piezas, 700 de ellas de cerámica popular asturiana. Asturias debería contar con un museo alfarero donde exponer todas esas y otras piezas que son la historia pura. Cada alfarero es una historia de la vida, de los pueblos.