El investigador Adrian Shubert concluyó en 1983 un documentado trabajo sobre las condiciones de vida y la situación real de nuestras cuencas mineras en las décadas anteriores a 1934; el estudio le llevó 5 años y al final pudo publicar «Hacia la Revolución», que se convirtió pronto en un manual imprescindible para entender esta época. En uno de los capítulos hizo referencia a un incidente ocurrido en Boo en febrero de 1919 que él pudo encontrar en un informe enviado por el jefe de seguridad de la Sociedad Hullera Española al entonces director de la empresa, Manuel Montaves, y que hoy, con su permiso, les voy a comentar.

Se había producido en la localidad allerana una de aquellas peleas que con demasiada frecuencia se daban entre los mineros católicos y socialistas; los primeros fieles a Vicente Madera, líder del Sindicato Católico que fomentaba en la zona don Claudio, el segundo marqués de Comillas, y los segundos al SMA de Manuel Llaneza. En aquella ocasión la sangre, aunque había corrido, no había llegado al río, como desgraciadamente iba a suceder un año más tarde, pero los ánimos andaban exaltados.

A aquella reyerta le había sucedido otra, esta vez en Moreda, y también se habían involucrado los hombres de Madera, pero en esta ocasión los adversarios habían sido un grupo de trabajadores de origen gallego. En la algarada uno de estos últimos había resultado herido y sus compañeros decidieron trasladarlo hasta la consulta del médico de la Hullera, donde en aquel momento se encontraba una docena de pacientes. Lógicamente coincidían en el mismo recinto mineros de las dos tendencias que, forzados por la enfermedad o las lesiones, dejaban de lado su ideología para esperar su turno juntos, aunque no revueltos.

Como pueden suponer, a juicio de quienes le llevaron el gallego de la pendencia necesitaba atención urgente e intentaron que se le atendiese saltándose la cola, pero los que ya estaban allí no eran de la misma opinión ni lo veían tan grave y se lo impidieron. De las palabras gruesas se pasó a amenazas más serias: un socialista, revólver en mano, se enfrentó a los recién llegados e incluso afirmó a voces, dirigiéndose al apabullado doctor, que a los gallegos había que dejarlos morirse en la carretera.

No sé si es preciso aclarar a estas alturas que en aquellos años la violencia en las Cuencas estaba al orden del día y que quien no llevaba encima una pistola era porque no tenía dinero más que para pagarse una navaja. Les confieso que yo siempre pensé que esto era una exageración hasta que empecé a manejar la prensa de la época y pude ver los sucesos de cada día y el número de atendidos por herida de arma blanca o bala que se contabilizaban habitualmente en los establecimientos sanitarios.

En fin, volvamos a lo que sucedió en aquella sala de espera: al oír aquel desatino un sentimiento de patria chica invadió a los gallegos y en vez de amilanarse respondieron al del revólver dando vivas a su tierra. Cada uno es libre de pensar si fue sólo por evitar que se colasen o si se trató de una reacción contra aquel afán regionalista, pero el caso es que socialistas y católicos se unieron en un mismo bando y allí se armó la marimorena. Gallegos y asturianos se fundieron en una barahúnda de cachiporrazos y fue necesario que se personase en aquel escenario Vicente Madera para poner orden entre sus partidarios y de paso también entre los demás.

Según parece, éste no fue un suceso aislado y se enmarca dentro de la baja consideración que tenían los trabajadores procedentes de la comunidad vecina para sus compañeros nacidos en Asturias e incluso para los venidos desde otras regiones. Se ha buscado una explicación en el hecho de que muchos guardias civiles y los encargados de la seguridad de las minas que portaban armas largas y se encargaban de frenar a los piquetes en las numerosas huelgas de aquellas décadas venían de allí, pero también es cierto que los gallegos eran con mucho la colonia más numerosa de los recién llegados, especialmente los nacidos en Lugo.

En las dos décadas anteriores a 1934 el número de inmigrantes de aquella región en las cuencas del Nalón y del Caudal fue superior a la suma del resto de todas las comunidades españolas, seguidos de cerca por los leoneses y los que eran naturales de las provincias castellanas más cercanas que se vieron afectadas en estos años por una crisis en la agricultura. En algunas localidades llegaron a constituir sus propias asociaciones y en 1919, cuando se produjeron los hechos que contamos hoy, Moreda contaba con su propio Centro Gallego, pero cuando quisieron entrar en bloque en la Agrupación Socialista de la localidad les fue denegado, a pesar de que podían suponer nada menos que 200 nuevos afiliados.

Aunque ya saben lo malo que es generalizar: ni todos los curas llevan sotana ni todos los gallegos de entonces llevaban tricornio. Y la prueba tuvo que venir con un baño de sangre; cuando llegó la hora de la verdad, muchos cayeron peleando por las mismas cosas que sus compañeros asturianos o fueron fusilados a su lado y ahora reposan en las mismas fosas.

Por ejemplo, entre las 1.500 víctimas de la barbarie que acoge el cementerio gijonés de Ceares figuran 51 gallegos, alguno con un historial tan representativo como Arturo Vázquez Vázquez, nacido en Chantada, Lugo, y avecindado en Mieres, donde había llegado a ser el presidente del comité regional del Sindicato Minero y lugarteniente de González Peña en la Revolución de Octubre; un hombre que como sucedió con muchos de los líderes de 1934 volvió a la lucha dos años más tarde con la Guerra Civil para ocupar cargos de responsabilidad como teniente coronel teniendo bajo su mando a dos divisiones, pero fue capturado cuando intentaba huir tras la caída de Asturias y fusilado en febrero de 1938.

Tampoco se ha valorado lo suficiente la presencia de tropas gallegas que lucharon en aquel momento desde el bando de la legalidad republicana en el territorio asturiano y se suele simplificar haciendo siempre referencia a los que peleaban en la trinchera de enfrente. Aquí se formó el llamado Batallón de Milicianos de Galicia, que más tarde fue encuadrado por el Estado Mayor con el número 19 de los de Asturias y que no fue precisamente un grupo de compromiso ni de labores de retaguardia. Lo integraban hombres de diferentes ideologías que sólo tenían en común el haber nacido en la misma región y el conocer quién era su enemigo.

Con esta premisa se formó en septiembre de 1936 a partir de soldados procedentes de las Milicias Antifascistas Gallegas y la Confederación Regional Galaica a los que se unieron posteriormente muchos de sus paisanos sorprendidos por el Alzamiento cuando se encontraban cumpliendo el servicio militar en Asturias; luego se fueron sumando desertores del Ejército de Franco que iban llegando por los concejos occidentales y otros colectivos como un grupo de guardias de asalto que militaban en el PCE o una veintena de significados anarquistas que se embarcaron en La Coruña y pudieron alcanzar con una motora pesquera la costa gijonesa. La historia de estos combatientes gallegos es un fiel reflejo de lo que fue la mala gestión militar de los responsables del Gobierno asturiano y su falta de sentido común: a pesar de que la mayoría eran anarquistas, se les encuadró en el Regimiento Antifascista Máximo Gorki, bajo la disciplina comunista, con los enfrentamientos personales que pueden suponerse y no contentos con esto se les hizo luchar en la primera línea del frente occidental, precisamente contra las columnas que venían desde Galicia y que engrosaban muchos de sus vecinos, amigos e incluso parientes. A pesar de este desatino que iba en contra del más elemental sentido común, los gallegos combatieron valerosamente y tuvieron numerosas pérdidas aunque no pudieron impedir la caída de Oviedo. Más tarde también demostrarían su heroísmo en el frente de Pajares y muchos iban a acabar cayendo al lado de los milicianos asturianos o fusilados como ellos en los consejos de guerra que siguieron a la rendición. Esta es una muestra más de la pésima actuación de algunos personajes que tanto contribuyeron a la temprana derrota de la región sin que hasta ahora los historiadores, más ocupados en cantar sus supuestas virtudes, se hayan ocupado de poner en claro las responsabilidades de cada uno.

Pero el caso es que, a poco que se rasque, algunos dejan ver otra pintura muy diferente a aquella que nos han hecho ver sus herederos, mientras que otros, que se dejaron la juventud en una cuneta, siguen en el olvido intencionadamente. Aunque ya saben, poco a poco, hay que ir poniendo las cosas en su sitio.