Algo más para la crónica negra de las Cuencas. En esta ocasión quiero llevarles en el espacio y en el tiempo hasta la pequeña aldea de Gallegos, en la cabecera del valle mierense de Cuna, y al año 1924. Allí y entonces ocurrió un suceso que todavía llama la atención por lo desmedido de su violencia y lo extraño de su desenlace, con un suicidio tan poco habitual que después de tantos años nos lleva a plantear la posibilidad de que el caso -como sucedía entonces con demasiada frecuencia- se hubiese cerrado demasiado rápido.

Su desgraciado protagonista se llamaba Manuel Mallada; era un hombre tranquilo, calificado de alegre y jovial por sus vecinos, que nunca había dado el menor síntoma de comportamiento violento y estaba en buena posición gracias al negocio de la madera; tenía entonces 53 años y podía considerarse afortunado en su matrimonio. Con él vivían en la misma casa su mujer, siete años mayor, y su cuñada, que se ocupaban de las cosas de la vivienda y labraban algunas tierras adquiridas con sus ahorros. Según los vecinos, los tres se llevaban bien y en Mieres eran conocidísimos y estimados, especialmente el marido, que, por su carácter bondadoso y apacible, contaba con numerosos amigos.

Y ahora vamos a los hechos. La secuencia empezó el primer viernes de junio del año que ya he citado, 1924. Manuel había salido de mañana para coger en Santullano el tren que le condujo hasta Oviedo con el propósito de recoger en el banco cierta cantidad de dinero que necesitaba para cerrar un trato comercial. En la capital pasó el día y aproximadamente a las diez regresó de su viaje.

Lo que ocurrió cuando volvió a Gallegos todavía es un misterio, pero sabemos que serían aproximadamente las doce de la noche cuando se levantó de su cama tomando un cuchillo y un hacha y se fue hasta la habitación donde dormía su mujer para ensañarse con ella hasta que estuvo bien seguro de que ya no existía; después se dirigió a la habitación de su hermana política y tras dispararle un tiro volvió a hacer uso de las armas blancas que portaba y de una barra de hierro con la que la remató dándole repetidos e innecesarios golpes.

Entonces, cuando tuvo la certeza de que estaban muertas, Mallada salió de la casa medio vestido y se dirigió a un prado distante unos 500 metros, donde también puso fin a su vida empleando consigo mismo igual sadismo que el que había desatado sobre sus víctimas, ya que primero se asestó numerosos cortes con un cuchillo en la cara y cuello y luego, apoyando el arma en un murete se colocó de espaldas y valiéndose de una cuerda, se disparó un tiro en la nuca.

Hacia las diez de la mañana del sábado una vecina extrañada porque nadie daba señales de vida en la casa se acercó a la puerta para llamar repetidas veces a la dueña y al no obtener respuesta se marchó; dos horas después volvió para observar que el ganado permanecía encerrado en el establo y alarmada se dirigió a un hermano del suicida llamado Juan que acertó a pasar por allí para hacerle notar lo que sucedía.

Entonces ambos se dirigieron a la puerta y empujándola penetraron en la habitación casi a oscuras para encontrarse con el drama de repente, ya que al intentar abrir una ventana tropezaron con el cadáver de la esposa de Mallada, tendido sobre la cama, que presentaba multitud de heridas en diferentes partes de su cuerpo, y como casi no se veía la mujer apoyó en él sus manos, que se llenaron de sangre.

Al hacerse la luz vieron también sobre su cama el cadáver de la hermana política presentando una herida de arma de fuego en la parte posterior del cuello, varias de arma blanca y otras producidas por los hachazos y las magulladuras propinadas con la barra de hierro, y salieron de allí horrorizados pidiendo socorro.

Poco después la noticia ya había corrido por el pueblo e inmediatamente se dio aviso telefónico al Juzgado de Mieres de lo que ocurría, mientras los vecinos quedaban conmocionados por el macabro descubrimiento y se hacían cábalas respecto a la naturaleza del hecho y al paradero del jefe de la familia, que no aparecía por parte alguna. No tardaron en presentarse en Gallegos el juez municipal, señor Álvarez Aza, con el personal á sus órdenes, acompañado del médico forense municipal, señor Sanabria, que iniciaron las diligencias sumariales del caso.

Lo que quedaba claro era que el autor o autores de aquello se habían cebado sádicamente haciendo una bárbara carnicería con la infortunada familia y mientras tanto comenzaron a circular distintas versiones del hecho, principalmente la del atraco por una banda de salteadores, dado que las personas afectadas se encontraban en desahogada posición, pero también hubo otras explicaciones debidas a la fantasía popular, aunque en un principio ni por un momento llegó a sospecharse el verdadero motivo del suceso, puesto que el que después apareció como autor era una persona tan considerada en todo el valle que nadie podía pensar en él como culpable de algo similar.

Por fin, tras una búsqueda exhaustiva, el cadáver del suicida fue encontrado cerca de las seis de la tarde por un vecino que paseaba apesadumbrado por un prado de su propiedad y se fijó en un bulto que yacía en el suelo de una finca lindante con la suya. Al acercarse reconoció de inmediato al infortunado, que solamente vestía pantalón y chaqueta y calzaba unas babuchas ensangrentadas; junto a él estaba una escopeta y apretaba fuertemente con su mano muerta una gubia. Manuel Mallada presentaba un horrible tajo en la garganta, que casi estaba seccionada, y además tenía la cabeza completamente destrozada a consecuencia del disparo de su carabina.

Luego se vio cómo se podía seguir un rastro hasta este lugar señalado por sus huellas, remarcado por un reguero de manchas de sangre que había ido dejando tras haber pisado los charcos provocados con su acción en la casa. El forense certificó, como ya había hecho con las mujeres, su defunción y el cuerpo fue trasladado a la casa del crimen antes de ser bajado a Mieres.

En aquel momento todo se explicó como un arrebato de locura del pobre hombre y se abandonó la hipótesis del atraco porque en la casa todo estaba en perfecto orden, excepto la habitación que fue teatro de los crímenes y donde aparecían evidentes señales de lucha y sobre una mesa cercana al cadáver de la esposa había 35 piezas de 5 pesetas ensangrentadas y encima de la cama conyugal se hallaba el chaleco del suicida en cuyo bolsillo había 3.820 pesetas en billetes y una moneda de oro, que era, más o menos, la cantidad que había retirado del banco el día anterior; además también se encontró un libramiento listo para cobrar en la mina Baltasara de 1.300 pesetas.

Lo que causó más extrañeza fue el ensañamiento y la diversidad de armas y utensilios utilizados para cometer los crímenes; el revólver disparado en la casa era bastante malo y fue hallado en la habitación con tres cápsulas vacías y otra con evidentes señales de haberse amartillado; la cuñada tenía multitud de heridas de arma blanca y de objetos contundentes y un horroroso hachazo en la frente, y el suicida empleó consigo mismo una gubia y una carabina. En fin, una orgía de sangre.

Definitivamente el caso se cerró acompañando un dictamen facultativo en el que se contemplaba la idea de que el autor hubiese sido atacado de delirio epiléptico, ya que sólo así se podía explicar aquel ensañamiento salvaje.

Ahora, desde la distancia que da el tiempo, este diagnóstico resulta ridículo, pero no cabe duda de que el caso merece ser abordado desde el punto de vista de la psiquiatría porque en él se ve a las claras cómo lo relacionado con el comportamiento es imprevisible y la persona más pacífica se puede convertir en un instante en el peor de los monstruos. Eso si aceptamos sin más lo que se dijo en aquellos días, aunque ahora seguramente un ritual tan retorcido elegido para un suicido plantearía más dudas.

¿Se han parado a pensar en lo absurdo de apoyar una escopeta contra una pared, darse la media vuelta y disparar con una cuerda para que la bala se dirija exactamente al punto elegido? Especialmente si con anterioridad se ha tenido valor para dejar a dos seres queridos como un colador y rebanarse luego el propio cuello con intención de causarse la muerte. De acuerdo, me dirán ustedes?, pero nadie se llevó el dinero y los tres cadáveres no estaban juntos. ¡Vaya caso para un buen detective!