Alguna vez se ha escrito que el padre Gafo murió por las balas de los milicianos republicanos, pero que, de igual forma, los de la otra trinchera también podían haber apretado el gatillo, porque el cura buscaba el reencuentro entre las dos Españas y eso, entonces -y no sé si ahora también- era una veleidad que se pagaba con la muerte.

Sólo dos párrafos para conocer un poco al personaje: José Domingo Gafo Muñiz nació en Tíos, una aldea cercana a Campomanes, en 1881 y allí se crió, ayudando a sus padres en las cosas del campo, hasta que la necesidad vino a favorecer su ingreso, cuando cumplió los quince años, en el Convento de Corias, de Cangas de Narcea, regido por la Orden de Santo Domingo. El chaval era listo y lo hizo bien, así que acabó sus estudios de Filosofía y Humanidades, doctorándose en Teología en Salamanca.

En 1905 fue ordenado sacerdote y seis años más tarde ya había ganado el suficiente prestigio entre los suyos como para que sus superiores le enviasen a Madrid, encargado de una sección fija en la revista «La Ciencia Tomista» donde trataba a menudo el puntilloso asunto de las tensiones entre la religión y el mundo civil y sobre todo entre la Iglesia y el Estado.

Al padre Gafo se lo conoce por su defensa del sindicalismo cristiano y así ha pasado a la historia. No sabemos si tuvo siempre inquietud por este tema, seguramente sí, porque en cuanto pudo, creó su propia revista «Ideales», dirigida a los jóvenes que se acercaban a los colegios de su orden y en la que abundaban las referencias a la cuestión social; pero el hecho que le impulsó definitivamente a dirigir su labor hacia el mundo obrero fue la huelga ferroviaria que se declaró en el verano de 1912 y que se resolvió con una victoria para los trabajadores que obtuvieron por vez primera logros como veinte días anuales de vacaciones pagadas.

Al dominico no se le escapó que el conflicto se había cerrado con éxito gracias a la unidad de aquel sector que había celebrado previamente un congreso en el que estaban representados 70.000 hombres. Seguramente vio claro que el punto de unión entre la religión y el mundo obrero pasaba forzosamente por la creación de sindicatos cristianos. Ya existía el Sindicato Católico, pero su total dependencia de los patronos lo hacía poco creíble; por ello el padre Gafo decidió apostar por otra cosa, organizando el primer Centro de Sindicatos Libres en marzo de 1913.

Las críticas de la época lo acusaron de heterodoxo, lo que le abre las puertas de esta página de par en par, pero, dejando claro que el fraile era más progresista que la mayoría de sus compañeros de fe, tampoco hay que exagerar las cosas. Lo digo porque en junio de 2009 se presentó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid un libro del investigador asturiano Etelvino González López, con el título «José D. Gafo Muñiz, OP. (1881-1936). Por la concordia en España».

Entre el público, mayoritariamente católico, estuvieron aquella tarde los representantes asturianos en el órgano dirigente del neo-socialismo patrio, Hugo Morán, ex alcalde de Lena, y Álvaro Cuesta, mientras en la mesa de honor, se sentaron junto al autor dos relevantes miembros de la orden religiosa a la que perteneció el biografiado y el entonces Presidente del Congreso de los Diputados José Bono, quien calificó en su intervención al fraile como «cristiano y socialista».

Pues no. Se puede decir con verdad que José Domingo Gafo dedicó su vida a defender los derechos de los trabajadores, pero lo hizo como cristiano y no como socialista, porque siguió siempre la línea de quienes interpretan que el Evangelio manda servir los pobres en vez de procurar que no los haya, para no tener que servirlos ni a ellos ni a quienes los empobrecen. Veamos unos ejemplos de lo que digo.

Según está escrito, cuando en 1918 se trasladó a Oviedo, no cesó su inquietud por el mundo del trabajo e incluso desarrolló un ciclo de conferencias en la Escuela Normal sobre el tema «Puntos de coincidencia entre el Catolicismo y el Socialismo», pero a la vez mantuvo una polémica con Isidoro Acevedo, director en Oviedo del semanario socialista en la ciudad «La Aurora Social», quien no encontraba aquella supuesta coincidencia en los constantes enfrentamientos que se producían entre el punto de vista de los marxistas y el de los sacerdotes.

También es cierto que durante la Dictadura de Primo de Rivera, fue nombrado vocal de la Comisión Interina de Corporaciones en el Ministerio de Trabajo, encargada de organizar los Comités Paritarios y que luego estuvo como vocal técnico del Consejo de Trabajo en el mismo ministerio, donde no tuvo inconveniente en colaborar con los socialistas en todas las reformas sociales favorables a los trabajadores. Concordia, sí, y a la vez suerte, porque al otro lado de la mesa se sentaba un interlocutor partidario del diálogo, Manuel Llaneza, al que su buena disposición para el juego del General le costó perder temporalmente el apoyo de muchos de los suyos.

Aquí hemos escrito otras veces sobre Maximiliano Arboleya, otro sacerdote que también mantuvo sus posiciones en lo que podríamos denominar, para entendernos, la izquierda del catolicismo, pero sin salirse nunca de la línea. Junto a él estuvo en los Sindicatos Libres y en alguna aventura política, como la fundación del Grupo Democracia Cristiana en 1919. Demócratas, pero no socialistas.

Veamos lo que se decía en el «ABC» del 24 de julio de aquel año, anunciando la constitución en España del primer núcleo con esta ideología: «?por cada libro que en las bibliotecas públicas hace la exposición y la propaganda del catolicismo social hay 50 que hacen la exposición y defensa del socialismo, del sindicalismo rojo o de la anarquía. En las ideas guardadas en esos libros está la clave principal de ciertos éxitos y de ciertos peligros que hoy ponen espanto en tantos corazones?».

Para cerrar este tema, no tenemos más que recurrir a su historial político: en 1932 las autoridades republicanas le encarcelaron en el penal de Ocaña por sus actividades contra el nuevo régimen y, ya en libertad, en las elecciones del 19 de noviembre de 1933 obtuvo 65.287 votos para su candidatura dentro del Bloque de Derechas Navarras, lo que le permitió sentarse en al Parlamento junto a otros seis diputados de aquella coalición a la que había sumado a los Sindicatos Católicos junto a la Comunión Tradicionalista, los monárquicos alfonsinos, Renovación Española y la CEDA de Gil Robles, es decir, todo espectro conservador contrario a la República, salvo la Falange, que prefirió ir por su cuenta.

Esta decisión no hizo más que acentuar sus contradicciones ideológicas, y poco después se alejó de aquellas compañías, al darse cuenta de que había caído en el error que llevaba combatiendo toda su vida creyendo que los obreros podían cobijarse bajo el mismo techo político que sus patronos. Así lo escribió en «La Región» de Orense: «Ante estas mentalidades que se dicen cristianas y se lo creen de buena fe, opté por callarme y eliminarme del Congreso para trabajar en otros sitios. Quizá la revolución o la amenaza de la misma sea el único remedio de urgencia. Si las izquierdas viniesen para resolver con buenas reformas sociales el problema social, sin meterse con la Religión, yo diría: bienvenidas sean las izquierdas, hasta que las derechas tengan enmiendas».

Y la revolución llegó, pero dentro de una Guerra Civil y, desde luego, sin tener miramientos con la Religión. Cuando todo empezó, él se ocultó en una pensión con otros compañeros de hábito, pero a la vez no dudó en escribir una carta a Indalecio Prieto, a quien conocía, pidiéndole que cuidase de algunos libros y documentos que veía en peligro. Fue inútil, los libros se destruyeron y José Gafo acabó detenido en la dirección general de seguridad el 11 de agosto, de allí pasó a la cárcel Modelo y el día 3 de octubre se decretó su libertad, seguramente como una disculpa para matarlo al día en la calle.

Murió por las balas que le dispararon cuando apenas se había alejado unos metros de la entrada de la cárcel y como todos los frailes que cayeron por la violencia de la Revolución y la Guerra Civil, es considerado mártir por la Iglesia Católica. El 27 de octubre de 2007 se celebró su beatificación en una de aquellas ceremonias masivas que tanto agradaban al Papa Wojtyla y así subió a los altares junto a otros 500 religiosos entre los que se encontraban varios asturianos.

El acto tuvo que celebrarse en el Vaticano porque aquel año la relación entre el Gobierno socialista y la Iglesia no vivía su mejor momento y no se vio conveniente hacerlo en Madrid. Seguramente, si la ceremonia no hubiese sido colectiva, José Bono habría estado orgulloso de que se celebrase en Madrid, pero hasta para eso el padre Gafo tuvo mala suerte.