Si hemos de hacer caso a lo que se contó en enero de 1993, Alberto Fernández quiso llevar hasta las últimas consecuencias el plantarle cara a la muerte y murió de pie, aunque no frente a las balas, como tantos de sus compañeros de la Revolución de Asturias, la Guerra civil española o la Resistencia francesa, sino pidiendo que lo incorporasen en el lecho cuando notó que la leucemia le había ganado la partida y le quedaban unos instantes para dejar la vida.

Unos años antes había vuelto por su Mieres natal para reencontrarse con sus recuerdos personales y sus amigos. Fue por San Xuan, cuando el fructífero tándem que formaban Julián Burgos y el fallecido Oscar Bernardo intentaban resucitar la vida cultural de la villa impulsando asociaciones y eventos de todo tipo.

Entre las ideas de aquella Comisión de Festejos estuvo el dedicar las fiestas patronales a los mierenses que por uno u otro motivo llevaban años alejados de aquí. Ahora, estas convocatorias ya no resultan novedosas, pero entonces sí lo eran y a pesar del riesgo la cosa salió bastante bien.

Alberto Fernández acudió ilusionado y antes de tender su mano, sin que nadie le preguntase, se presentó como socialista y francomasón. Lo primero era notorio y lo segundo podía deducirse por su porte y sus maneras educadas, aunque no se le había convocado por ninguna de las dos membresías sino por su vinculación con este pueblo, de la que siempre y en toda condición hizo gala.

Alberto en realidad no se llamaba así. Su nombre legal era el de Eliseo Fernández Bayón, nacido en Mieres el 14 de enero de 1914 de un parto dramático, que anunciaba lo que iba a ser su existencia. Su madre murió aquel día y su padre tuvo que hacerse cargo de todos los hermanos, empeñado en que tuviesen un futuro mejor que el que les podía ofrecer: no le dejó ser minero y le forzó a seguir en la escuela hasta que la necesidad puso las cosas en su sitio. El adolescente abandonó pronto los libros para empezar a trabajar en una panadería, tal vez la misma que había prestado su carro de reparto a un jovencísimo Manuel Llaneza cuando aterrizó por la cuenca del Caudal, para que pudiese pasar aquí las primeras noches hasta que encontró donde alojarse.

Con Llaneza compartió también la militancia ingresando en las Juventudes Socialistas y en la UGT, haciéndose un nombre gracias a las crónicas que empezó a publicar en La Aurora Social con solo 16 años, luego lo hizo en Renovación, Avance, y La Hora y cuando llegaron los sucesos de octubre del 34 se implicó hasta las cachas en aquel intento desesperado para hacer tabla rasa de las injusticias sociales.

Fue herido en la lucha y como tantos de sus compañeros pagó con la cárcel hasta que la victoria electoral del Frente Popular trajo la amnistía en 1936 y casi sin darse cuenta se vio otra vez con el fusil en la mano combatiendo al alzamiento militar, primero como oficial en Asturias hasta la caída del frente Norte y luego en El Ebro y en Cataluña formando parte del Ejército del Este.

Sabemos que nuestra existencia es tan breve como un relámpago en una tormenta y más cuando se apura la vida. Cuando la derrota fue inevitable cruzó la frontera y de repente se encontró en el campo de concentración de Pont du Gard, con el cuerpo marcado por varias heridas de bala y separado de su mujer Concha, a la que había conocido en una verbena de Figaredo poco antes de que la violencia llegase a la Cuenca minera. Con ella también estaba su hijo, el pequeño Alberto y este fue también el nombre que Eliseo eligió para tener una nueva identidad con la que integrarse en la resistencia francesa. Ya sería siempre Alberto Fernández.

La separación se prolongó nada menos que una década hasta que pudieron volver a encontrarse después de un tiempo en el que hubo sufrimiento por ambas partes: Concha y su hijo habían vuelto a España. Ella pagó con tres años de cárcel el haberse tragado delante de unos falangistas un sobre con la dirección de su marido para evitar que fuese localizado; él por su lado luchó contra los nazis hasta que cayó prisionero, pero logró saltar de un tren en marcha cuando le llevaban a un campo de exterminio y al finalizar la guerra mundial buscó trabajo donde pudo.

En 1949, cuando se abrazaron de nuevo en el exilio, el era cocinero en el aeropuerto de Orly, aunque poco a poco su experiencia como redactor político le fue abriendo las puertas de las redacciones francesas; fue director de los periódicos L´Ariége libre en Foix y Le Patriote, de Toulouse, y acabó encontrando un salario estable en una agencia de noticias.

Al mismo tiempo reforzó sus posiciones con los socialistas de la diáspora: Ramón Lamoneda, Juan Negrín, Ramón González Peña o Arístides Llaneza y en los años 60 empezó a publicar libros sobre sus propias experiencias: "La España de los maquis", "Emigración republicana española", "Españoles en la Resistencia" o "El exilio español de 1939", este último editado ya en Madrid tras la muerte de Franco en colaboración con otros autores. Aunque su gran proyecto intelectual fue resucitar en el exilio la revista "Avance", complementándola con una editorial del mismo nombre.

Cuando se celebró en 1974 en Suresnes el XIII Congreso del PSOE en el exilio acudió representando a la Sección del PSOE de París. Los nuevos dirigentes lo tuvieron como uno de sus referentes y mantuvo un trato estrecho con Alfonso Guerra y Felipe González al que recibió en su piso de Saint Honoré convertido en un lugar de peregrinaje para los jóvenes que representaban a las diferentes familias políticas que se disputaban entonces la representación socialista.

Pero el gran confidente de Alberto Fernández fue Julio Álvarez del Vayo, amigo y colaborador, aunque con una deriva política muy diferente puesto que acabó radicalizándose hasta fundar el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), que optó por la lucha armada en los últimos años del franquismo.

A pesar de estas diferencias los dos tuvieron un carácter muy parecido, como lo prueba una curiosidad periodística: cuando Álvarez del Vayo falleció en mayo de 1975, la revista "Triunfo" tituló su necrológica como "El último optimista"; el mismo titular que escogió el periodista de LA NUEVA ESPAÑA para glosar la memoria de Alberto Fernández cuando este murió 18 años más tarde.

Al margen de la política, otra de sus aportaciones fue la recuperación del pintor asturiano Luis Fernández, también masón, del Gran Oriente de Francia, fallecido en París en 1972, de quien su maestro Picasso dijo en una ocasión: "Lo que yo hago no es pintura, es otra cosa. Si quiere ver pintura vaya a ver a Luis Fernández".

Sobre él publicó en 1985 "Materiales para una biografía", editado por la Consejería de Cultura del Principado de Asturias, completando su faceta artística con la reproducción de documentos del Gran Oriente de Francia que demostraban su pertenencia a la Orden desde su iniciación en la logia parisina Fraternité en 1927.

Luego, otros críticos han pretendido atribuirse el mérito de haber sido ellos quienes devolvieron a la actualidad a Luis Fernández, pero en realidad fue Alberto, quien además se implicó tanto con este mundo que se convirtió en un entendido al que el Museo de Bellas Artes de Asturias le dio el nuevo encargo de investigar la obra de Fermín Arango, otro pintor menos conocido que había nacido en Los Oscos y también murió en 1973 en la capital francesa.

La política y la pintura le hicieron viajar regularmente a Asturias para participar en diferentes actos públicos, hasta que acabó dándose cuenta de que se lo trataba como a un recuerdo de otra época, pero a la hora de la verdad, a pesar de manifestar su disposición para participar en las estructuras socialistas, lo relegaban aquellos mismos que corrían a fotografiarse junto a él. Así, él quedó al margen de cualquier decisión cuando se encumbró a los familiares de Belarmino Tomás otro mito del Olimpo socialista, llevando a la presidencia de Asturias a su yerno Rafael Fernández.

Aquel ya no era el partido obrero de su juventud sino una plataforma política de intelectuales que no pertenecían al mundo del trabajo y tenían una visión de España más moderna sin cabida para la lucha de clases. De manera que dos años antes de su muerte tomó una de las decisiones más duras de su vida y rompió el carné al que había dedicado su existencia.

Ya saben lo extraño que es a veces todo: el revolucionario acabó sus últimos años convertido en un experto en el mundo de la pintura. Aunque cuando llegó la noticia de su entierro en el cementerio parisino de Patin en un ataúd cubierto con la bandera republicana los periódicos se llenaron de sentidos artículos firmados por los socialistas asturianos que honraban su recuerdo.