Veinte años se cumplen ya desde que la cultura asturiana ha de apañárselas sin las enseñanzas y orientaciones, y sin las aportaciones monumentales, de una figura que dejó un hueco que, a día de hoy, aún no ha encontrado sustituto, y si éste apareciera algún día deberá esforzarse mucho para rozar con los dedos un listón tan alto como el que dejó Luciano Castañón Fernández.

Luciano Castañón -que fue jurado de la bienal de La Carbonera, pregonó las fiestas de San Pedro y ganó en 1958 la edición del concurso de cuentos «La Felguera»- nació el 6 de abril de 1926 en La Arena, y desde este barrio gijonés, donde viviría siempre, emprendería su carrera profesional, primero, como jugador de fútbol, y después, cuando una dolencia renal lo apartó de los estadios deportivos, como literato, en sus dos vertientes de creador e investigador autodidacta que, a pesar de haber pasado por las aulas de la Facultad ovetense de Filosofía y Letras, todo lo fue aprendiendo gracias al tesón de su propia voluntad y animosa vocación, tan silenciosa, tímida y honesta como lo fue Luciano Castañón, según dicta el consenso general de cuantos le trataron y se vieron beneficiados de su carácter desprendido y de sus orientaciones.

El despegue como creador lo hará Luciano Castañón por todo lo alto, publicando entre 1958 y 1973 cuatro novelas, a las que habría que sumar otra titulada «Del cielo, una mirada», novela ambientada en un parque y basada en las conversaciones que tenían lugar sobre uno de sus bancos, y con la que ganó en 1953 el premio de novela corta «Club Universitario de Tortosa», pero que no llegaría a editarse. La primera de Luciano Castañón que sí lo lograría fue «El viento dobló la esquina», aparecida en la entonces naciente editorial Planeta después de haber quedado, dos años antes, finalista del acreditada premio de novela «Sésamo». La segunda y la tercera novelas (tituladas, respectivamente, «Los días como pájaros» y «Vivimos de noche») ven la luz con la editorial barcelonesa de Luis de Caralt y de la última de ellas («Los huidos») se hará cargo una editorial bilbaína al haberse alzado en 1973 con el premio «Puente Colgante». Junto a estas novelas dejó a su muerte otras en el anonimato del cajón, manuscritos cuyos títulos eran «La caracola rota», «El faro y las gaviotas» (primero llevó el título de «Cementerio de gaviotas»), «Nando, el boxe» y «Saldo humano», y que permanecen inéditas, salvo la última, que publicó póstumamente, por entregas, «El Comercio», pues Luciano Castañón estuvo a punto de verla en letras de molde en 1965, pero la censura dio al traste con las intenciones de la colección que iba a sacarla («La novela popular»). A pesar de que, cuando murió, Luciano Castañón llevaba casi tres lustros sin publicar una novela, debió de quedarle clavada esa espina de no haberse visto reconocido como autor de ficción, pues tres semanas antes de su muerte declaró en una entrevista radiofónica que «están los cajones de mi mesa de trabajo llenos de novelas, cuentos y otras historias que nadie, absolutamente nadie, sabe», y apostillaba: «Si todo este material saliera a la luz quizás la gente me lo reconociera, o por lo menos reconociera en mí las posibilidades que tengo como escritor de creación».

En su obra novelística, aunó Luciano Castañón su inclinación por un realismo concreto, nada difuso y cargado de referencias españolas, y una mirada entre desesperanzada y acusatoria contra las desigualdades y la pobreza de las clases bajas. Por sus páginas desfilan con frecuencia los perdedores o antihéroes, gentes de ambientes suburbiales, como ocurre en «Vivimos de noche», donde, como indica el editor en la solapa de portada de la novela, el autor se sumerge entre quienes «trafican con sus propios cuerpos, hacen mercancía corriente de los vicios y se envilecen hasta niveles animales». Pero a Castañón le interesa de este arrabal no sólo el aspecto naturalista de degradación, sino también la peripecia desconsoladoramente humana de unos personajes llevados a situaciones límite.

El autor no rechaza en sus narraciones el empleo de material autobiográfico, tal y como ha subrayado Óscar Muñiz: «Castañón escribe sobre lo que ve, sobre lo que conoce de primera mano y sin intermediarios. Son las calles por las que transita y los barrios bien sabidos, los escenarios en los que transcurre la acción». Sólo hay que fijarse en una novela como «Los días como pájaros», que trata de un jugador de fútbol cuya infancia ubica en el barrio de La Arena, para rubricar semejante certeza. En ella hay una disección de los entresijos poco ejemplares de quienes manejan la trastienda futbolera, y la galería de sensaciones amargas e ilusionantes, a partes iguales, que experimentan los jugadores tal vez fueron las mismas que Chano y sus compañeros de calzón corto padecieron. Del conocimiento del medio futbolístico que asistía a Castañón, y de su capacidad casi cinematográfica para hacérselo llegar a los lectores, da prueba este pasaje de «Los días como pájaros»: «Cerca ya de terminar el partido, le pasaron el balón a Ladis. Éste dribló al medio que tenía cerca; siguió con el balón; cuando vio la dirección que traía el defensa, tiró el balón por su derecha y corrió él por la izquierda, el defensa quedó parado, indeciso, impotente; Ladis se apropió de nuevo del balón; apenas levantada la vista, vio en diagonal la portería y una posibilidad de chutar, pero el otro defensa ya se le acercaba veloz; entonces, Ladis hizo con el cuerpo un quiebro y engañó al contrario, que siguió corriendo sobre nadie; desbordado éste, avanzó de prisa, pero sereno, hacia la portería; el guardameta, titubeante, salió; Ladis lo vio venir hacia él, entonces tiró el balón dirigiéndolo a un poste; él siguió corriendo por el otro lado del portero; el balón entró en la portería».

La recurrencia al universo futbolístico no desaparecerá ni en una novela tan poco deportiva como «Los huidos», donde la miseria proletaria de la mina, la guerra civil y los fugaos capitalizan el interés del narrador, quien, como reconocería mucho tiempo después de escribirla, estaba muy satisfecho con esta obra «porque en ella está Asturias reflejada con una gran tensión». Así habla del deporte rey en «Los huidos»: «Entonces Manolo comenzó a despotricar de fútbol (...) levantando su voz y criticando a los directivos que iban a buscar futbolistas a otras provincias, despreciando a los de la cantera; continuó asegurando luego que todos esos forasteros eran de pacotilla, para terminar desafiando él, él mismo, a cualquiera de los porteros que el equipo local tenía fichados, porque él, él se creía tan bueno como el que más, pudiendo demostrarlo ante quien fuera, evidenciando que era uno de los relegados, de aquellos a quienes no se les había dado oportunidades».