No es una medida que vaya a acabar con la crisis económica o que vaya a resolver de un plumazo el problema del paro. La decisión tomada por Ana Isabel González, nueva consejera de Educación del Principado, que aparece en las instrucciones de inicio de curso, es simplemente una medida de sentido común que evita el fariseísmo de la duplicidad de género y que devuelve a la lengua su principal objetivo: la comunicación.

Desde que un lendakari, en época de elecciones, comenzó a utilizar aquello de «los vascos y las vascas», el virus de la duplicidad de género se inoculó en la clase política autodenominada progresista convirtiendo escritos y documentos oficiales en un farragoso conglomerado de géneros duplicados que conculcaban el principio de economía comunicativa y que en nada favorecían la necesaria claridad expresiva. (No olvidemos que todas las palabras variables son susceptibles de duplicidad y en este apartado entran determinantes, sustantivos, adjetivos calificativos, pronombres personales, posesivos, indefinidos...). Afortunadamente, ningún medio de comunicación se contagió de este sarampión, lo que vino a demostrar la artificiosidad del invento.

El colmo del despropósito se alcanzó cuando se comenzó a utilizar la arroba (@) para evitar la duplicidad. Este símbolo informático, que ni es fonema ni es signo lingüístico, fue utilizado alegremente, sin reparar en cómo se debería pronunciar, por ejemplo, «l@s alumn@s». No fue suficiente que la RAE, en el Diccionario Panhispánico de dudas, considerase inadmisible su uso desde el punto de vista normativo, puesto que las razones políticas se impusieron a las lingüísticas.

Los argumentos para defender esta moda eran endebles. Iban desde «lo que no se nombra no existe» (no merece comentario por lo absurdo) hasta la equiparación entre género y sexo, a pesar de que sean términos semánticamente diferentes: el género es un accidente gramatical y el sexo una condición orgánica que distingue macho y hembra. Pues bien, en nuestro idioma, igual que en los de nuestro entorno, existen genéricos masculinos que incluyen los dos sexos sin que esto conlleve ningún tipo de discriminación femenina. Su uso se basa, exclusivamente, en razones de economía expresiva. Para alargar el mensaje ya tenemos los circunloquios, las perífrasis y otras figuras literarias que le proporcionan belleza. Pero es evidente que éste no es el principal objetivo del lenguaje administrativo.

Creyendo en la bondad de la medida, la anterior Consejería de Educación del Principado de Asturias llegó a crear concursos en los que se premiaba el lenguaje no sexista, entendiendo como tal la ausencia de masculinos genéricos. Incluso me han comentado que determinados proyectos educativos fueron rechazados por no estar reflejado de forma explícita el masculino y el femenino. Debo decir, en honor a la verdad, que como director de colegio que fui, nunca he sufrido esta injusticia, aunque también es cierto que me preocupaba de expresar en los encabezamientos de mis escritos por qué iba a utilizar, habitualmente, el genérico masculino aunque me refiriera a seres de ambos sexos.

Ahora que empieza a remitir esta fiebre es bueno preguntarse por qué surgen estos fenómenos que pudieron llegar a considerar discriminatorias para la mujer frases tan lapidarias como la de Protágoras («El hombre es la medida de todas las cosas») o la que mejor refleja el antropocentrismo renacentista («El hombre es el centro del Universo»). Según la RAE, fue una moda creada por interés político, pero siempre pensé que también fue un refugio para un sector del feminismo radical que encontró en ella su particular «modus vivendi» y que, en vez de preocuparse por exigir a los dirigentes una legislación igualitaria que acabara para siempre con la eterna e injusta discriminación femenina, se conformaron con estos fuegos de artificio que no solucionaban el problema de fondo. Es justo reconocer que otro amplio sector del mundo femenino nunca participó de esta parafernalia. Seguramente fueron las mismas mujeres que, en su momento, también se opusieron al concepto de mujer cuota.

Felicito a la nueva consejera (no tengo el gusto de conocerla) por su valentía para enfrentarse a este tópico. La reflexión y, en su caso, modificación de los estereotipos es propio de seres pensantes que se resisten a formar parte del rebaño. Con este gesto, la profesora que va a dirigir la educación asturiana acredita que sabe distinguir la paja del heno. Seguramente está convencida de que el mejor servicio que se puede hacer a la mujer desde los centros educativos no es el de duplicar el número de palabras en los escritos, sino el de educar en la igualdad para que, el día de mañana, mujeres y hombres, puedan decidir en libertad.