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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Siete cartas de amor

En recuerdo a Miguel Hernández

Desde hace muchos años recuerdo a Miguel Hernández el veintiocho de marzo, día y mes de su injusticiamiento en 1942, debido a que, aparte de empezar a ser lectora voraz suya a los doce, trece años, por las gracias medianeras de Marial, María Elvira Muñiz, mi profesora de literatura que me habló con devoción de su obra, y de mi padre, que me la compró, a la vez que la de Federico García Lorca, viví un episodio inolvidable protagonizado por mi amiga Rosa y las cartas de amor que le mandaba a través de Marga, prima de él y compañera de colegio de ella y mía, su enamorado, un quinceañero de hablar gangoso que a mí me daba la impresión de que tenía perennemente un trozo de croqueta atascado en la garganta.

Todo empezó el día en el que Rosa me dijo que, como yo escribía cuentos y versos, podría interesarme leer las siete preciosísimas cartas como poemas que le dedicaba Gelasio. Me las dio y aquella noche me quedé patitiesa al leer: Rosa, Rosa, no tienes más quehacer que ser hermosa ni tengo más festejo que mirarte, alrededor girando de tu esfera. Satélite de ti no hago otra cosa sino es una labor de recordarte. ¡Date presa de amor, mi carcelera!

Y la siguiente carta aumentó mi estupor: Pienso en tu boca de rosa. Boca que arrastra mi boca. Boca que me has arrastrado. Boca que vienes de lejos a iluminarme de rayos. Boca que beso en la sombra?

La tercera ya me produjo furor y rabia: Cerca del agua te quiero llevar, porque tu arrullo llegue hasta el mar. Cerca del agua te quiero querer, ver, abrazar, amar, conocer. Cerca del agua te quiero sentir, porque la espuma te enseñe a reír.

La indignación me impidió leer el resto. Se las devolví sin pronunciar palabra. Me causaba un doloroso malestar saber que el de la croqueta en la garganta hubiera tenido la ocurrencia desvergonzada de robarle todos aquellos versos a Miguel Hernández y que sin duda continuaría plagiándolo; pero lo peor sucedió la mañana en la que Rosa llegó a la parada del autobús con un ojo morado, explicando que se le había caído encima de la cara un frasco de colonia, al tratar de coger del mismo estante del cuarto de baño la pasta y el cepillo de dientes. No le pregunté, ni Marga ni las otras lo advirtieron, si el frasco también le había producido aquel cardenal en la mano derecha. Pero durante el recreo, discretamente, mientras las demás jugaban al cascayu, me hizo una señal para que la siguiera y así nos alejamos hacia la parte más solitaria del jardín y ella se echó a llorar, balbuciendo que su padre le había dado una paliza; también pegaba a su madre, que por eso se había marchado de casa y, menos mal que ella sabía que estaba bien, pero muy triste, por su tía Cuqui, a la que su padre odiaba y llamaba marimacho, porque iba en una Vespa, enseñando las piernas más allá de las pantorrillas sin depilar. Después de sonarse, de secarse las lágrimas y de poner fin a los hipidos y suspiros, me dijo que había sido una imbécil porque, sabiendo más que de sobra que él la controlaba, inspeccionando su armario, los cajones de la cómoda donde guardaba la ropa interior, su cartera y las cartas que le mandaba Chantal, una alumna que había estado un par de años en el colegio aprendiendo español, no había escondido las siete cuartillas de Gelasio dentro del Paqui, un muñeco de goma al que se le podían quitar la cabeza, los brazos y las piernas. De modo que su padre las encontró metidas en unas manoplas de lana y se puso como la más feroz de las fieras, chillándole desaforado que le dijera quién era el que le mandaba aquellos asquerosos versos, escritos por un rojo maldito que, por suerte para los españoles, ya estaba muerto, y era uno menos de la piara de antipatriotas que querían acabar con España para que los rusos vinieran a mandar aquí, a esclavizarnos.

Y Rosa descubrió lo que yo ya sabía y no le había dicho: que el de la croqueta en la garganta era un ladrón de versos; pero se quedó tan fresca, sin dar la mínima señal de enfado y le envió por mediación de Marga una nota que nos leyó y en la que le daba las gracias, porque le había abierto las puertas de la poesía de uno de los mayores poetas del mundo que creaba poemas que emocionaban a las piedras, con palabras corrientes y molientes como "cuna, hambre, cebolla, callejón del llanto, llorar al pie de una guitarra, desgarrarse el corazón despaciosa y negramente, primo de las manzanas, sentado sobre los muertos, besar zapatos vacíos, ruiseñor de las desdichas, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé con quien tanto quería, no soy de un pueblo de bueyes, nunca medraron los bueyes en los páramos de España".

Entonces aquí medraban los ganadores de la guerra, los nuevos e imperdurables censores e inquisidores, con sus anatemas y crepitantes hogueras, que condenaron a muerte a Miguel Hernández y lo dejaron morir de tuberculosis en la cárcel, como los nazis a Margot y a Ana Frank y a todos los enfermos aquejados de la epidemia de tifus que diezmó el campo de exterminio de Bergen-Belsen, acaso para ahorrar en el gasto del gas letal de las cámaras mortuorias.

Ahora es la gente de la política la que goza y se aprovecha con sus medras y grosuras, esquilmando el erario, y los partidos políticos siguen siendo lo de siempre, sin hacer mudanzas: sectas enemigas que no toleran la crítica interna ni la loa externa referente a un militante de otra y que, como decía Simone Weil, son asesinas del pensamiento libre.

En cuanto a Rosa, cuando Gelasio le dijo oralmente que andaba loco por ella y quería que fuera su chica, su amor, su vida, su todo, le replicó que un mentiroso de su clase no deja de mentir y que no se fiaba de él, así que, adiós y hasta nunca.

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