Recientemente, el 25 de marzo del año en curso, se presentaba en el RIDEA el volumen que, bajo el sello editorial de KRK y con el título «El conventus asturum y anotaciones al Noroeste hispano», reunía la totalidad de la obra dispersa de Francisco Diego Santos. Atrás quedaban las grandes aportaciones que configuran lo que podríamos calificar de su opera magna: la «Epigrafía romana en Asturias» (publicada en 1959 por el RIDEA y reeditada en 1985), el volumen dedicado a la Asturias romana y visigoda de la Historia de Asturias de la editorial Ayalga (1978), las «Inscripciones romanas de la provincia de León» (1986) y las «Inscripciones medievales de Asturias», que ve la luz en 1995 bajo el amparo editorial del Principado.

Diego Santos había puesto especial interés en la preparación de ese volumen recopilatorio de una muestra muy importante y muy significativa de su quehacer científico. Con su discreción habitual me invitó a prologar la colectánea, invitación que me honraba y me brindaba ocasión de rendir público testimonio de mi profunda admiración por don Francisco Diego Santos, la que se debe sólo al verdadero maestro. Un testimonio que en rápido y emocionado recordatorio quiero trasladar ahora aquí, cuando acaba de dejarnos.

De lo que su obra representa en la historiografía asturiana baste decir que sus contribuciones al estudio de la Asturias romana y visigoda son obras de inexcusable consulta para el conocimiento e interpretación de esas épocas germinales de nuestra historia regional.

Detrás de esa obra fundamental está la personalidad de su autor, del hombre bueno y sabio que fue Francisco Diego Santos.

Representante de la que yo calificaba hace algún tiempo de Generación de Valdediós -con Manuel Menéndez (?), José Manuel González (?) y Jesús Neira-, caracterizada por la sólida formación humanística de sus miembros y por su común vocación docente, Diego Santos desarrollaría en paralelo con su actividad como catedrático de instituto y profesor de Universidad una labor investigadora que por la propia naturaleza de las materias que trataba apenas trascendería fuera de un reducido círculo de especialistas. Como recordaba en cierta ocasión el genial Gómez Moreno: «Lo que podemos decir los hombres cuyos trabajos no se relacionan con el presente interesa un poco a pocos, y al resto, nada». Miembro activo desde 1963 del Real Instituto de Estudios Asturianos, correspondiente de la Real Academia de la Historia desde 1994, en la última etapa de su dilatada y fecunda vida le iría llegando el reconocimiento público a su ejemplar labor. En 1990 el Gobierno del Principado de Asturias le concede el premio «Asturias» por toda una vida dedicada al estudio del pasado de nuestra región, con gran sorpresa por su parte, sin haber pedido ni esperado nunca nada, porque es difícil de entender hoy -en realidad lo ha sido siempre- que el mérito a secas, que no es poco, tenga algún tipo de reconocimiento oficial.

Tiempo habrá de rendir cumplido homenaje a la ingente labor de Francisco Diego Santos en el marco institucional que fue, sin duda, su hogar académico preferido (el RIDEA), al lado del cálido hogar familiar compartido con su querida esposa, Rosario, y sus hijos.

Entre tanto y en la hora de la incorporación a una nueva vida en la que él creía con fe profunda, recordemos las hermosas palabras con las que Santiago en su Epístola caracterizaba la verdadera sabiduría: «La sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura; además, pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía».

El recuerdo y el ejemplo de Francisco Diego Santos acompañará siempre a los que hemos hecho del amor a Asturias una de las claves fundamentales de nuestra existencia.