J. B.

En el vestíbulo del Campoamor, haciendo ejercicios y listos para entrar por el pasillo. Los chicos y las chicas de «Grease» se deseaban «mierda, mierda», el símbolo de la buena suerte en el mundo del teatro. Se abrieron las puertas y se dirigieron al escenario entre aplausos. Y en seguida se oyó uno de los éxitos de «Grease», el musical que ayer se estrenó en el teatro Campoamor y que seguirá en cartel (en dos sesiones) durante el fin de semana, domingo incluido.

La obra tiene una mezcla de cosas que entretienen más o menos a un público y a otro (según edades y épocas). Porque el público era una combinación de padres, hijos pequeños, adolescentes y algún joven con tupé evocando a Danny Zuko.

En seguida se toma contacto con este viejo musical, con la historia de los jóvenes de Rydell High y esos diálogos tan de colegio cuyo tema central son los «picores» sexuales.

Las chicas hablan del viejo verde profesor de Mates; los chicos, un pelín más brutos en el lenguaje, se cuentan sus historias de verano y le dan un repaso a la profesora de Literatura. Y llega Sandy (Edurne) con su toque tímido, de chica ordenada y muy pero que muy comedida. Primer pitorreo de ellas y ellos y primera negación de Zuko (Jordi Coll), que se hace el durito ante sus amigos. En fin, nada de la historia que todo el mundo no se sepa de memoria. Hasta que todos cambian un poco, ceden en su tontuna juvenil y entran en el mundo feliz.

En medio de todo eso está lo mollar; y lo central es la parte musical, que es la que engancha al público.

Suenan en español los temas que toda la vida se escucharon en inglés. Y, grata sorpresa, no desentonan, quizá porque la parte musical se asemeja lo suficiente al original apoyada en una banda que asoma el rostro por primera vez justo antes de poner fin a la primera parte.

Así pues, cada historia va dando gas a alguna pieza y a las variadas coreografías. Hay un par de «objetos» centrales e inseparables de la obra: los cigarrillos, que en estos tiempos no podrían con las leyes antitabaco, y los peines, especialmente el de Zuko, que cuando se peina mueve todo su esqueleto, igual que cuando camina.

Los números van cayendo: en el dormitorio ellas beben vino, en el vestuario se monta un bonito show de bailes y canciones entre toallas y albornoces, las animadoras hacen claqué (con la disputa de Zuko entre Sandy y la líder); antes el viejo entrenador, cigarro en mano, trata de elevar la moral para ganar. El show «garajero» (de mecánicos) es magnífico, con el coche y los monos de trabajo, bailan entre neumáticos. Y así un número tras otro, buscando la participación del público (Sandy y un compañero viajan por los pasillos del teatro). O momentos en los que los actores piden palmas, que en seguida tienen respuesta de la gente. Y si hay que hacer alguna coña para provocar la risa, ahí estaban los del baloncesto, el de la jabalina o el tímido que se estrella contra la pared.

Contaba Edurne a LA NUEVA ESPAÑA que el musical tenía mucho de ambiente entrañable y de conexión con el público.

Pero, en fin, el secreto de «Grease» está en su retahíla de éxitos y de canciones bailadas que, evidentemente, han ido enlazando generaciones. Celebra cuarenta años este musical y la pinta es que volverá a haber otra cadena de padres, hijos, abuelos y cuñados que acudirán a verlo. Y es que como dice la primera canción: «En verano todo empezó...». Eso es «Grease», un veraneo juvenil permanente.