Bertolt Brecht alejó a los espectadores de la peripecia aristotélica: decidió que el teatro era un hilo que comunica ideas y no la cuerda en la que se sustenta la catarsis de los que son nobles. El error de Brecht está en la propia teoría de la comunicación: los mensajes así emitidos apenas tienen receptores, porque los espectadores de teatro son pocos y esos pocos han dejado de vivir hace tiempo en los siglos más oscuros. Y la lista de asaltadores del cielo, al final, es mínima. Y las revoluciones no son cosa de escogidos.

La doctrina revolucionaria tiene frentes que conquistar, pero no están en el teatro. El teatro, como La 2 de TVE, es para una inmensa minoría. Lanzar una doctrina así no deja de ser trabajo baldío. El público es el mismo que acude a un mitin electoral: el político en la tribuna no tiene que convencer -los que lo escuchan ya están convencidos-, quizá sólo tenga que subrayar argumentos. «B-52», el debut en el teatro de Santiago Alba Rico y de la compañía «El Perro Flaco Teatro», labró una tesis en los primeros cuadros de la comedia que se estrenó el viernes pasado en el teatro Palacio Valdés y al final, cuando el campo labrado empezaba a dar su fruto, detuvo la acción para lanzar un discurso anticapitalista, antiimperialista, anticonsumista... «El gran dictador», la obra maestra de Chaplin, se agrieta cuando el vagabundo vestido de dictador se lanza al discurso final. Y es que los espectadores ya saben que el filme es un canto a la libertad; decir, por tanto, que es un canto a la libertad es doctrina y sólo doctrina. Y uno cuando entra en el teatro quiere ver teatro y si sale pensando que ha recibido una homilía se siente raro, disperso y recocido.

Pese a esto, la función que estrenó la compañía de David Acera a ratos fue una delicia. Alba Rico, que es nuevo en el teatro, no lo es tanto en la escritura de guiones (suyos son muchos de «Los electroduendes», los personajes del legendario programa «La bola de cristal»). Alba Rico escribe eso que Alfonso Sastre llama teatro narrativo (la dramaturgia es igual a la novela): coloca a cinco amigos que se embarcan en el B-52 del título de los que se ignora todo, hasta su propia identidad. Los personajes se presentan directamente a los espectadores y juegan a que son Cathy, Jim, Bill... Los personajes, detrás de las caretas marcadas, son parodias de señores de orden que habitan en los EE UU. La peripecia no existe, sólo el juego, y los espectadores pagan con carcajadas cada uno de los cuadros de la función: la historia del perro «Crazy Fire» es soberbia, el primer número musical también (el segundo y el tercero lo son menos, ya no hay sorpresa). Y cuando la función ha terminado, vuelve a terminar otra vez con un vídeo de protesta. Y los espectadores ya sólo son fieles que se vuelven infieles.