La Constitución, por encima de su supremacía jurídica e institucional, tiene una naturaleza que la diferencia claramente de cualquier otra ley, su esencia política. Y siendo como es la democracia el principio político medular de nuestra sociedad, la Constitución queda, asimismo, subordinada a la propia democracia.

La Constitución española es un modelo rígido en cuanto a su posibilidad de modificación, sin embargo, se trata de un modelo excepcionalmente abierto y flexible en cuanto al desarrollo del modelo territorial. Y esto es especialmente importante para comprender el proceso autonómico en los últimos treinta años. En estas condiciones la presión nacionalista originada como consecuencia de la necesidad de lograr mayorías parlamentarias por parte de los distintos gobiernos, tanto del Partido Popular como del Partido Socialista, no solamente ha producido un quebranto constitucional por incumplimiento ocasional de algunos de sus artículos, sino que está posibilitando la llamada mutación constitucional, es decir, la transformación del modelo constitucional sin que dicho cambio figure en el texto original, y sin que se hayan utilizado los mecanismos de modificación previstos en el texto constitucional. Treinta y dos años en los que se ha actuado como si el desarrollo territorial constitucional no tuviera un punto final, acrecentando el poder de las comunidades autónomas sin límite, especialmente en lo referente al uso de las leyes orgánicas de transferencias del artículo 150.2, que permiten trasladar a las comunidades competencias propias del Estado.

En definitiva, la verdadera clave del modelo territorial propiciado por nuestra Constitución no ha sido la mayor o menor descentralización administrativa, política o institucional, sino la asimetría y la desigualdad resultante. Habiéndose confundido, de manera intere-sada, singularidad con privilegios, y diversidad con desigualdad. Desigualdad política, social, y económica. Es decir, todo lo contrario de lo que significa democracia.

Popper advirtió de que en toda democracia hay siempre un germen antidemocrático. Por eso la democracia tiene que tener el deber, y también el derecho, de defenderse de sus enemigos. Y por eso es necesario abrir la posibilidad de una reforma constitucional. Para evitar que nuestra Constitución se convierta en un mero orden formal, en lugar de la expresión fundamental de los valores y principios políticos que han de establecer los límites para nuestras instituciones, para nuestros representantes políticos y para nuestro ordenamiento jurídico.

A nadie se le escapa que las condiciones de aquella España de 1978 son muy distintas de las actuales, y que ha llegado el momento de que, entre todos, recapacitemos sobre qué es lo que ha funcionado bien, qué es lo que podemos mejorar y qué es lo que tenemos que actualizar en nuestra Constitución. Algo que, por otra parte, es habitual en otros países. Así, la Constitución alemana actual data de 1949, y ha sido reformada parcialmente más de 40 veces, lo que sin duda ha permitido que ese país haya pasado de su total destrucción tras la Segunda Guerra Mundial a ser la «locomotora económica» de la Unión Europea.

Por eso, habría que acometer un proceso de reforma constitucional que comporte la igualación competencial y legal de los ciudadanos de todas las comunidades autónomas. Que suprima la disposición adicional que consagra el amparo de los derechos históricos y de los territorios forales, los cuales fueron resultado de guerras y derechos medievales. Y que establezca leyes iguales para todos, y que todos seamos iguales para las leyes, independientemente de nuestro lugar de nacimiento o de residencia.

El Consejo de Estado, a petición del actual Gobierno, emitió un dictamen acerca de la absoluta necesidad de una reforma constitucional, del que el Gobierno de España ha hecho caso omiso: el informe propone, entre otras muchas cosas, la inclusión en la Constitución de unas verdaderas competencias exclusivas del Estado, y que se fije el techo competencial autonómico a través de un sistema de delimitación de competencias. Y cito literalmente: «Para evitar dañar el principio de igualdad, y el interés general».

Nelson Mandela, en su discurso al recibir el premio «Príncipe de Asturias», nos alertó del peligro que supone la desigualdad, y de lo injusta y desestabilizadora que puede llegar a ser para la raza humana. Él sufrió las consecuencias de esa falta de igualdad.

No cometamos nosotros el mismo error. Porque la cuestión no es sólo la igualdad, sino poder ser libres para ser iguales. Es decir, libertad e igualdad, igualdad y libertad, a partes iguales.