Un manuscrito del que se conservan dos ejemplares, uno en la Biblioteca de Cambray y otro en la de Oxford, narra la historia de la endemoniada Oria, que se libró de todos sus males en el templo de San Salvador, la Catedral de Oviedo, después de no pocos incidentes y exorcismos. El relato, que contribuyó a divulgar ese excepcional medievalista que fue Juan Uría Ríu, tiene una precisión exquisita y una intensidad emocionante. El cuerpo de Oria arrebatada se hinchaba cada vez que el arcediano le colocaba su estola encima o cuando le acercaba a sus labios la Cruz de los Ángeles. Una muchedumbre de niños gritaba a Satanás: «Sal fuera, sal fuera». Hasta que el maligno, exhalando un larguísimo lamento, abandonó a la joven después de tres días de forcejeos sobre el altar.

Era la hora tercia de un día cualquiera de finales del siglo XII. Comenzaba el esplendor de las peregrinaciones del Occidente europeo y el texto, probablemente escrito por un monje francés y que circuló por Europa, destaca la importancia que habían adquirido por entonces Oviedo y su Catedral.

Aunque de distinto origen y fecha, el culto a las reliquias de la Cámara Santa de San Salvador en Oviedo -el lugar donde renació la cristiandad- y a la tumba del apóstol Santiago en Compostela -el Finisterre, el fin de la Tierra- son inseparables. Coinciden su apogeo y su decadencia. Coincide su finalidad histórica, unir un reino incipiente a medida que arañaba tierra al Islam y darle coherencia con símbolos comunes. Y coincide su nexo: la ruta jacobea que enlaza sus templos. Más de mil años han pasado y ese itinerario sigue ejerciendo un poderoso magnetismo sobre centenares de personas que se adentran a completarlo, y no exclusivamente por motivaciones religiosas. Cuando la fiesta del apóstol Santiago coincide en domingo, lo que ocurre catorce veces en un siglo, la próxima este 2010 en puertas, toca año santo y se redobla el interés.

Ese camino peregrino a Santiago al que tan unida estuvo en el pasado Asturias parece ahora distante para nosotros. Galicia se prepara para otro aluvión con actos e inversiones con los que espera mostrarse más atractiva y batir récords de visitantes. Desde que ideó esa fantástica operación de imagen exterior que es el Xacobeo bebió la pócima del éxito. Aquí contamos con mimbres para un proyecto similar, algo grande, y nadie se decide a concretarlo. Ni siquiera un plan modesto para vivir cada año santo del rebufo galaico. Como «reluciente ascua de oro» describió el añorado Joaquín Manzanares el retablo mayor de la Catedral ovetense. Hitos igual de deslumbrantes plagan la traza asturiana del Camino.

El trabajo y la tenacidad de un grupo de altruistas asociaciones de amigos jacobeos han mantenido viva a este lado de la Cordillera la llama de la ruta. Aunque muy limitado, el apoyo de las instituciones mejoró algunas cosas. El Camino asturiano tiene tres itinerarios: el del Salvador, de León a Oviedo; el primitivo, de Oviedo a Galicia por el interior, y el costero, de Tinamayor al Eo. De todos ellos, sólo el último, el costero, presenta deficiencias de señalización y albergues. En 2004, anterior año jacobeo, el Principado prometió un millón de euros para poner al día la ruta. Es el mismo millón, que no llegó a gastar y pasaron seis años, que sigue ofreciendo ahora.

Falta algo más que dinero. Las peregrinaciones están de moda. Asturias se ve beneficiada, de rebote, sin pretenderlo, de la saturación del llamado camino «francés», por la vertiente subcantábrica. Los caminantes buscan por aquí la autenticidad y la pureza que perdió la calzada clásica. No hay Ayuntamiento que no pelee, con un desvío aquí y otro allá, por estar presente en el Camino. Ese interés no se corresponde luego con la carencia de ideas para aprovechar este fenómeno social. La celebración de la efeméride de las cruces de la Victoria y de los Ángeles, por ejemplo, todo un acontecimiento para reafirmar la mirada interior del ser asturiano, pasó hace bien poco sin pena ni gloria.

El último invento de los rectores asturianos es potenciar las industrias culturales. No debiera consistir eso en apostar sólo por espectáculos de vanguardia para minorías. El Camino de Santiago es industria cultural de la buena, labrada en piedra milenaria que ni el peso de un montón de siglos ha logrado quebrantar. Como el Prerrománico, otra joya en el ostracismo. Entre tan escasas atenciones ambas se conservan en pie por la fuerza imperecedera de una genialidad tan inmensa que traspasa generaciones. Es de lo mejor que Asturias fue capaz de ofrecer al mundo.

Toda esta gloria se sustenta sobre un enigma. Hay casi la certeza de que el apóstol Santiago no está enterrado en Galicia. Como escribió Claudio Sánchez Albornoz, «la realidad de la presencia del cuerpo no habría producido resultados de mayor relieve histórico que los provocados por la fe clara, firme, profunda, exaltada, que tuvieron los españoles y los europeos. Poco importa que el sepulcro compostelano sea o no el del apóstol. El viento de la fe empujó las velas de Occidente».

Ahora ocurre al contrario. Asturias está en la esencia de algo real y tangible, una magnitud de primer orden: estamos en el Camino que forjó Europa, pero no acabamos de creerlo. Quizá por lo mismo que nos olvidamos de Covadonga o de Abamia.