¿Fue la contracultura una reacción contra el sistema o un invento de los publicistas de Madison Avenue para lanzar una contraofensiva en favor del consumo? El periodista cultural Thomas Frank (Kansas City, 1965), colaborador del «New York Times», «Harper's» y del «New York Review of Books», entre otras publicaciones, demuestra en su inteligente ensayo La conquista de lo cool (editorial Alpha Decay) cómo los creativos de los sesenta dieron la bienvenida a los nuevos movimientos contraculturales al comprobar que los baby boomers eran potencialmente mayores consumidores que sus ahorrativos padres. La moda se ha mantenido hasta nuestros días en que algunos anuncios de telefonía móvil se inspiran en las actuales corrientes asamblearias del 15-M.

Bill Bernbach, uno de los hombres que revolucionaron la publicidad en Manhattan utilizando el inconformismo como pretexto, solía decir que no hay nada de arte oscuro o esotérico en la creatividad, sino lo más práctico que puede utilizar un empresario. Bernbach se rebeló contra la sociedad de masas y destacó por sus campañas para promocionar el pan de centeno Levy («usted no tiene que ser judío para amar Levy») y el escarabajo de Volkswagen, presentado bajo una formulación sencilla y alternativa («un Volkswagen nunca pasa de moda») frente a la industria de Detroit y sus grandes marcas resplandecientes bajo los focos de los salones del automóvil.

Las furgonetas Volkswagen acabarían siendo adoptadas por muchos jóvenes como un signo de reafirmación frente al sistema. Cool, flower power, todo en un mismo paquete de consumo: make money, not war (haz dinero, no la guerra) acabaría sustituyendo al más famoso eslogan contracultural de los sesenta, make love, not war (haz el amor, no la guerra).

Frank ofrece en su libro una explicación algo indignada del asunto. Para él, el consumismo absorbió el legado de la era Woodstock y nos ha mantenido como esclavos hasta ahora. A partir de ahí, el mundo es un lugar más seguro para el inconformismo y la rebeldía; la idea de una disidencia real se ha desterrado a cambio de una camiseta con la estampa del Che y algún que otro afiche de Mao. La iconografía, como es lógico, muda con los años, pero al final el resultado es el mismo. Frank se refiere, en cualquier caso y como resulta obvio, a las sociedades libres del mundo occidental.

La historia comienza en los años 60, cuando un pequeño grupo de radicales de la avenida Madison pone en marcha la llamada revolución creativa. La publicidad en los años 50 había sido un negocio tímido, asfixiante. Los publicitarios se enorgullecían por medio de gráficos y estadísticas de la precisión científica de su trabajo. Aquello se resumía en un mensaje claro y sencillo para establecer la superioridad de un determinado producto frente a sus competidores: la tarea sutil de infiltrarse en la mente del consumidor. Ese mundo que proyecta la serie televisiva Mad Men.

Bernbach y sus colegas habían descubierto, como dice Frank, la fórmula mágica cultural por la que la vida del consumismo podría transitar indefinidamente y en paralelo al descontento social.

En poco tiempo, un mar de anuncios psicodélicos inundó Estados Unidos, invitando a los consumidores a romper con la mayoría silenciosa. El matrimonio de la contracultura y el capitalismo no es un asunto nuevo, pero Frank proporciona una mirada refrescante y poco sentimental del mismo. El mundo de Madison Avenue era sincero en su optimismo cósmico acerca de la cultura juvenil, pero ello no impedía rentabilizar el soplo de brisa que barría las calles. De hecho, el mismo autobús multicolor que transportaba a los merry pranksters de Ken Kesey le sirvió a Coca-Cola para vender refrescos.