-Figura que nació en Gijón, pero se crio en Sama, hoy Langreo.

-Mi madre fue con la familia para el parto de su primer hijo. Mis tres hermanos pequeños ya nacieron en Sama. Mi padre era de El Entrego (San Martín del Rey Aurelio), pero trabajaba en Sama. Era perito industrial en Ercoa, una hidroeléctrica.

-¿Dónde estudió usted?

-En el instituto. Algún profesor te pegaba una bofetada y te pasaba tres asientos, pero Eladio Miranda, que era el director -también de Radio Langreo-, era muy tranquilo y tolerante. De Sama me gustaban mucho las escombreras, donde echaban escoria, quemando, y me parecía un paisaje volcánico. Empecé a hacer una colección de helechos fósiles del período carbonífero a los 7 años. Iba solo a Los Llerones, enfrente de la oficina de mi padre, cruzando un puente de hierro sin barandillas. Cuando pasaba el ferrocarril lo atravesábamos por los travesaños, viendo el Nalón abajo. Había mucha libertad y tranquilidad.

-¿Cuál fue su primera noción de vivir en una sociedad minera?

-Las huelgas que había ya en el cincuenta y poco. Para ir a casa de la familia de mi padre a El Entrego pasábamos por delante del pozo María Luisa y había cortes en la carretera y te paraban. Llegaban los antidisturbios con las mangueras y los mineros protestaban.

-Ustedes tenían coche a principios de los años cincuenta.

-Un Singer cuadradón, negro, muy grande, antiguo, de segunda mano. Tenía un cable suelto que chisporroteaba cuando chocaba con la palanca de cambios y arrancaba. Si fallaba, se arrancaba a manivela.

-¿Qué diversiones tenía en Sama?

-Como mi padre era perito en electricidad, los del cine le llamaban si había una avería y nos dejaban entrar gratis. De los 8 a los 13 años salía de clase e iba al cine, a las toleradas, que daban en sesión continua, todos los días. Vi muchas películas de vaqueros y de japoneses y americanos en la Segunda Guerra Mundial. «Paralelo 38», «La guerra de los mundos», «Cuando los mundos chocan», «Más allá del Missouri», «Colt 45»...

-¿Cómo era su padre?

-Muy popular y expansivo. Estuvo un tiempo, poco, de concejal. Se llamaba Alejandro Martínez. Mi madre, María Esther García-Ramos, era muy de casa. El apellido es de Riello (Teverga). Su bisabuelo había sido farmacéutico de Isabel II y después pasó a vivir a Colunga, donde siguieron tres generaciones de farmacéuticos.

-¿Qué educación les dieron?

-En Sama, con mucha libertad. Mi padre era muy religioso, de la Adoración Nocturna; mi madre, no tanto. Él en seguida nos dio por perdidos y no hizo batalla con la religión. Vivíamos encima de la Biblioteca pública Jerónimo González. Sacramento, un señor con gafas muy gordas que llevaba la biblioteca y veía muy mal, era muy amigo de mi padre y nos dejaba subir los libros que quisiéramos. Leí a Emilio Salgari, a Julio Verne, algo de excavaciones egipcias. A mis padres les subía revistas. Mi madre leía «Mundo Hispánico» y mi padre, «Mecánica Popular».

-¿Qué tal estudiante fue?

-Malo. De suspender en junio dos o tres asignaturas y recibir clases particulares en Colunga, durante los tres meses de verano. Empecé a sacar buenas notas en la carrera, al estudiar lo que me gustaba.

-¿Cómo eran los veranos en Colunga?

-Si en Sama tenía libertad, en Colunga nadie preguntaba por mí, anduviera por el monte o por la playa. Bastaba con venir a comer. Mi padre me llevaba a pescar con caña a los acantilados y alguna vez nos quedamos toda la noche. A mi madre le preocupaba mucho aquello porque mi padre tenía un problema de corazón, sufrió varios infartos y murió de uno a los sesenta y algo. Tomando pastillas constantemente hacía vida normal. Se ahogaba, tomaba la cafinitrina y a los tres o cuatro minutos le pasaba. Dejó anotado que tomó 32.000 pastillas. Además, al pescar algo se excitaba y le daba más ahogo.

-¿Usted era muy pescador?

-No, era un poco impaciente y se me hacía aburrido, aunque entonces había más pesca. Ahora no pesco nada ni me gusta cazar. Tengo mucho respeto por los animales y no me gusta matarlos, en lo posible. Mi mujer y yo tenemos ocho gatos y ella no come carne. Yo dejaba la caña e iba a buscar piedras o a coger cangrejos. Con la pandilla iba a la playa de La Griega. Los veraneantes bajaban a la playa por la mañana y los del pueblo por la tarde. Nosotros éramos veraneantes, pero íbamos por la tarde porque a mi madre le gustaba dejar la casa hecha. Como era muy rigurosa con las tres horas de la digestión antes de meterse en el mar, la volvíamos loca con el «¿y ahora cuánto falta?». Luego, salíamos con los labios morados, los dedos arrugados y un hambre terrible después de varias horas en el agua. Notaba mucho el regreso a Sama porque era como entrar en un túnel, con la contaminación, todo muy negro.

-¿Por qué vinieron a Oviedo?

-Destinaron a mi padre aquí.

-¿Qué supuso para usted?

-En la mudanza perdí mi colección de fósiles y parte de mi libertad. Fuimos a vivir a la calle Muñoz Degraín, que era el extrarradio. Me pareció una ciudad muy grande y ruidosa. Estudié en los Maristas, en la calle Santa Susana. Seguí suspendiendo dos o tres asignaturas de Ciencias... Matemáticas y Química. Había dos curas jóvenes que estaban haciendo Geología. Uno de ellos, el hermano Braulio, al que llamábamos «el Calaveru» porque tenía los ojos muy hundidos, tétrico y muy amable, me llevaba con él a las prácticas de campo que tenía que hacer y a los laboratorios de la Facultad de Químicas. Por entonces empecé a salir al campo, al Cristo, por la zona de Grado, y a ver cómo se hacían los mapas geológicos y a conocer los laboratorios de la Facultad con minerales y fósiles, a los 14 años. Aquella naturaleza muerta me determinó. Esto es lo que yo quiero estudiar.

-¿Había dinosaurios en sus fantasías?

-No. Eso viene mucho más tarde, cuando empecé a encontrar las huellas. Mi tesis doctoral no es de eso, aunque también fue en acantilado, porque me gusta mucho el mar. Lo que me atrae hacia la geología es que me gustaba la naturaleza. Salía al monte, muchas veces solo, otras con amigos, pero pocos, salvo cuando subíamos en pandilla grande al Sueve. En el acantilado he ido a trabajar mucho solo, aunque era consciente del riesgo. Rompí alguna costilla, la cabeza del húmero y machaqué un dedo. Me gustaba la vida social, pero siempre combinada con hacer cosas en soledad, como subir al Gamoniteiro o a La Mostayal. El aire libre determinó muchas cosas. De Geología me gustaba mucho que había prácticas de campo y campamentos. Tuve una novia y nuestra relación acabó pronto porque ella era muy urbanita, de ir todos los días al bar y presentarme a 50.000 personas de Oviedo. La llevé una vez al monte, a Los Arrudos, y hay que decir en su favor que no se quejó nada, pero pasó una semana en casa con agujetas. En seguida vimos que nuestras vidas eran incompatibles.

-En la carrera mejoraron sus notas.

-A partir de segundo, pero sólo pasé a la categoría de alumno normal. Me tocó una época de huelgas y recuerdo haber saltado por la ventana algunas veces porque entraban los «grises». Eran los años 1967 y 1968. Me tocó correr, como cualquiera, pero me interesaba poco la política; ahora mucho menos. Éramos muy protestones con los profesores; ahora, no.

-¿Cómo era usted fuera de clase?

-Más de salir de noche que de tarde, más de cacharro que de vino, de ir a Top Ten, Faust -porque yo conocía bastante a Chus Quirós e iba mucho al Baby's que tenía en Mieres- y a Pico's. Acabé la carrera y entré de profesor, de ayudante, entonces no era difícil.

-¿Hizo la mili?

-Campamento en El Ferral (León) y cuartel en El Milán. Fue un trauma porque me pareció una pérdida de tiempo. Los altos mandos que me tocaron eran cultos, pero los bajos eran gente retorcida, que te tenía allí para fastidiarte, más que para otra cosa. En El Ferral, en un curso de tiro, el instructor dijo que cuanto más alto fuera el ángulo al disparar, más lejos llegaba la bala. Yo comenté que si era de 90 grados nos caía encima y él me replicó: «Usted no tiene ni puta idea y se calla». Pasé varios días en el calabozo. Estar en la Facultad me facilitó algunos permisos. Tuve uno por casualidad. Había una distinción por buen comportamiento que nadie quería coger porque era como un desdoro. Me animaron a que me apuntara. Daban un diploma. Ese año, por primera vez, fui premiado con un mes de permiso. Llegué a cabo por evitar las letrinas y, sobre todo, la cocina.

-¿Cuándo empieza a pensar que lo que ha visto con su padre en los acantilados de la playa de La Griega pueden ser huellas de dinosaurio?

-En 1969. Se lo cuento a mis amigos de Colunga, veraneantes pero con familia en el concejo, y se tronchan. Mis inquietudes hasta entonces no tenían nada que ver con los dinosaurios. Hice la tesis sobre un período anterior. Lo que creía ver en aquellas huellas lo contrastaba con la bibliografía disponible en la Facultad, que era muy poca cosa, y poniéndome en contacto con personas que trabajaban en ello para pedirles separatas. Cuando descubrí la primera huella, en 1969, en España sólo había una cita, de 1965, hecha por un francés, de otra huella en Valencia. Entonces yo no conocía esa cita.

-¿Cuánto hubiera tardado hoy en confirmar si eran huellas de dinosaurio?

-Nada. Sería inmediato, con lo que se encuentra en Google. No lo publiqué hasta 1975, bueno hasta enero de 1977, que fue cuando salió la publicación. Escribí sobre las huellas de terópodos, más fáciles de reconocer. Las huellas de saurópodos como las de La Griega, redondas y grandes, si no tienes mucha experiencia las identificas por eliminación. Carlos Lastra, que había sido alumno mío, me preguntó por qué no publicaba algo sobre lo que estaba encontrando en «Asturnatura», la revista de la Asociación de la Naturaleza Asturiana (ANA). Hice una «notina» de dos páginas. En 1971 empezaron a aparecer algunas cosas en La Rioja y a haber algo de bibliografía. Mis primeras publicaciones científicas fueron en 1977.

-¿Qué repercusión tuvieron al principio?

-En 1983 me escribieron Hans Mensink y Dorothee Mertmann pidiendo la bibliografía que tuviese. Al año, Mensink sacó una publicación sobre una huella de La Griega y la interpretó como de terópodo, lo que no es correcto. Los terópodos son bípedos y carnívoros. La huella era de saurópodo, cuadrúpedo de cuello y cola larga. Después de morir, vino otro alemán, Hoffman, que hizo una réplica de las huellas de La Griega. La llevó al Museo de Dortmund y la expuso poniéndole encima un molde de un hipotético pie de un terópodo, de tres dedos, que no se corresponde. Hace unos años vino a Asturias Martin Lockley, galés que vive en Estados Unidos, que tiene la segunda mejor colección de huellas de dinosaurios en la Universidad de Denver (Colorado). Le conté lo de Mensink y dijo que pasaría por Alemania a verlo. Así lo hizo, les dijo que estaban equivocados y no le hicieron caso. Allí siguen la réplica y su error. A Mensink los alumnos y discípulos le tenían pánico por sus modales nazis.